viernes, 30 de agosto de 2013

La cena. Cómic en tres páginas realizado por Juapi






Poema Z,ocurrió en la ciudaz. Carlos Lapeña- Juapi.
Ilustración, Juapi


No surgieron del mar ni de los bosques,
ocurrió en la ciudad a plena luz,
lejos de los modelos literarios
que proponen la noche y la tormenta
para hacer realidad las pesadillas.
En la ciudad surgieron, en las casas,
y tomaron las calles sin remedio.
La podredumbre y el hedor no eran
al principio evidentes, pero luego,
con el calor del sol y del asfalto,
fueron inevitables y tangibles
hemorragias y llagas, flacidez
de músculos y órganos, de cuerpos.
Carne podrida dentro de los trajes,
dentro de los vestidos, los zapatos.
Y como obedeciendo a un viejo instinto,
la carne se lanzó contra la carne,
a dentellada limpia (es un decir),
a mordisco, a zarpazo, entre gruñidos
y gritos y chasquidos animales.
Dio igual hombres, mujeres, niños, viejos...,
cuerpos se abalanzaban contra cuerpos
con hambre irracional y sed absurda.
En poco tiempo el caos fue el nuevo orden
y las extremidades mutiladas
la forma habitual de anatomía.
Y no se veía el fin, no había reposo,
los miembros y los órganos seguían
moviéndose y buscando su alimento...
Y todo era alimento y todo boca.

Y así ocurrió el final apocalíptico.
La muerte en su versión más nauseabunda,
la muerte que no llega y que no alivia,
regodeo mortal en la tardanza
carnívora y caníbal y aberrante.

Las causas no se hallaron en un virus,
ni en un raro incidente radiactivo;
fue algo más sencillo y más terrible,
el miedo aderezado con la envidia
de un vecino cualquiera, de un extraño,
en la ciudad en crisis y culpable.

Mas nadie pudo ya dar fe de aquello...
Perdón, sí que hubo un único testigo.

En lo alto de la torre el viejo ángel,
los ojos amarillos y las alas
negras, como las uñas y los dientes,
admira complacido su gran obra.

 


Misántropo nuclear, Gerardo G.C.


jueves, 29 de agosto de 2013



FernándeZ y la Casita de chocolate, Javier Sermanz


Anselmo y Gregorio eran dos fumetas de mucho cuidado, se pasaban el día entero tirados, fumando porros y jugando a la consola. A su madre le disgustaba que hicieran eso, aunque ellos hacían lo que les daba la gana desde los quince años. Estaban apalancados en su casa sin dar un palo en todo el día; el máximo trabajo que hacían era regar las plantas de marihuana que cultivaban y con las que se pagaban sus caprichos con algunos trapicheos aquí y allí.

Un día estaban más fumados de lo normal y decidieron adentrarse en el Bosque Encantado que había cerca de su casa. La gente decía que allí sucedían cosas horribles, que los que entraban ya no volvían a salir nunca más. Habían desaparecido muchas personas por aquellos contornos y le echaban la culpa al bosque.

Sin embargo ellos no se creían esas historias. Les pareció que podría ser divertido pasar un colocón allí adentro, en medio de la naturaleza y todo eso.

Llevaban caminando un buen rato; cuánto no lo podían decir, cuando uno va colocado el tiempo se desvirtúa, se alarga o se retuerce. Habían seguido una senda entre la vegetación que se adentraba más y más en las sombras aciagas del bosque. No se escuchaban más ruidos que los trinos de los pajaritos y el ulular del viento.

-Pues a mí no me parece tan tenebroso este lugar- dijo desilusionado Anselmo a su hermano Gregorio.

-Ya te digo, esto es una mierda, aquí no hay nada. Estoy empezando a pensar en volver a casa a hacernos un porraco- coincidió éste.

Pero cuando estaban a punto de dar la vuelta les llegó una ráfaga de un aroma inconfundible. Venía de las profundidades del bosque.

-¡Uhmmm, qué buen olor! ¿Has olido eso?- olfateó el aire Anselmo, embelesado por aquel aroma que tanto les gustaba y que tan bien conocían.

-¡Y tanto que sí!- se emocionó Gregorio-. ¡Por aquí hay maría!

-¡Vayamos a investigar!

De modo que, colocados y todo, casi ciegos, echaron a correr en la dirección que les marcaba el viento, como si fueran marineros atraídos por el canto de las sirenas. El olor a maría era cada vez más intenso; no cabía duda de que allí había algo.

De repente, ¡oh, maravilla!, salieron a un claro y se toparon con una casa de chocolate, rodeada de una plantación de marihuana como nunca antes habían visto. Podría haber miles de plantas.

-¡Hala, qué pasada!- exclamaron sin dar crédito a lo que veían.

Se restregaron los ojos.

-Dime que no es una alucinación- le pidió Anselmo a su hermano.

-¡Pues si es una alucinación, que no se acabe nunca!- le contestó el otro, sin dejar de mirar aquello.

-¡Y qué bien huele!- Anselmo se acercó a la casa de chocolate.

Toda ella era del mejor costo que pudieran imaginar; las ventanas, las paredes, la puerta, las tejas del tejado, todo de hachís. ¡Y estaba allí para ser fumado!

-¿Crees que se podrá fumar?- Gregorio se sacó la navajilla y desmenuzó un pedazo de pared. Lo palpó con los dedos y se deshizo con suma facilidad- ¡Pufff, esto es mantequilla!

-¡Hagámonos un porro!- se apresuró Anselmo.

Sin pensar en nada más se dispusieron a liarse un enorme canuto para cada uno; allí había material para un ejército, ¿para qué debían cortarse?

En esto se les apareció una guapa muchacha que venía de recolectar sus plantas de maría. Traía cogollos como porras en un cestito de mimbre. Un potente olor la precedía. Era la dueña de la Casita de Chocolate. Cuando vio a los dos hermanos allí tumbados, en el porche de su casa, fumando y totalmente colgados, emitió una sonrisa. 

-Hola, bienvenidos a la Casita de Chocolate- les dijo. Le encantaban las visitas.

-¡Ey, tía, esto mola un mazo!- le contestó Anselmo.

-¡Sí, joder, te lo has montado de miedo!

La muchacha parecía complacida por que a los inesperados visitantes les agradara su modesto hogar.

-Fumad todo lo que queráis, no recibo muchas visitas y me gusta que alguien disfrute cuando viene a verme. Estoy tan solita en este bosque oscuro- les dijo, entonando un suspiro calenturiento.

-Está buena la pava, ¿eh?- le dijo Anselmo a su hermano, contemplando la esbelta figura de la moza. Vestía minifalda y una camisa abierta hasta más abajo del pecho, atada a una cintura que mostraba el ombligo.

-¡Ya te digo, menudas peras!

-Peazo de sitio que hemos descubierto, ahora entiendo porque nadie sale del bosque: aquí hay todo lo que un hombre puede desear, maría a toneladas y una tía buena. ¡La hostia!

Si no hubieran estado tan fumados se hubieran dado cuenta de que en realidad la maciza era una vieja pelleja a la que le colgaba la piel como un pergamino usado; le faltaban casi todos los dientes; su nariz era como un pico de cuervo y además estaba llena de verrugas. 

Cuando despertaron de su colocón se encontraron encerrados en una jaula dentro de la casa.



-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle?- saludó educadamente Ramiro FernándeZ a su cliente tras sentarse en la silla de su oficina. Era una mujer de unos cincuenta años con aires de pueblerina, toda vestida de negro.

-Mis hijos han desaparecido, fueron hace unos días al Bosque Encantado y no han regresado- le dijo con voz consternada.

-Ya, pero yo no me ocupo de ese tipo de desapariciones, señora. Le aconsejo que se dirija mejor a los hermanos Grimm, ellos tratan el asunto de los bosques encantados.

-Se dice que un zombi malvado devora a todos los que entran en ese bosque; la Juani, la hija de la Paca, dice que un día lo vio. Y el Eustaquio, el padre del guardabosques, también asegura haber visto algo.

-¡Ah!, eso es otro cantar. Si hay un zombi por el medio, entonces sí es un caso para Fernández Zombtanero.

Después de que la angustiada madre le relatara todos los pormenores, FernándeZ se dirigió al Bosque Encantado y penetró en su lóbrega espesura. Debía hallar a los dos hermanos, Anselmo y Gregorio, y traerlos de vuelta a casa, sanos y salvos de las garras de aquel zombi que habitaba supuestamente allí. Su trabajo consistía en ocuparse de todos los asuntos y misterios relativos a zombis y zombificados. Aquel parecía a todas luces un caso a su medida.

FernándeZ anduvo y anduvo durante horas, vagando por entre la maraña, sin saber ciertamente adónde iba. Al no hallar pista de los muchachos ni del zombi pensó en abandonar y regresar a su oficina, quizás solo se trataba de una pista falsa. A veces ocurría, porque una persona deseara algo no significaba que ese algo se cumpliera.

Entonces arribó a una casa que emitía un pestilente hedor. La casita era muy extraña, parecía de chocolate, pero a juzgar por el olor, bien habría podido ser estiércol o algo peor. Se quedó entre los matorrales a observar cautelosamente antes de seguir adelante.

Se fijó que en la parte de atrás se tambaleaba una figura chepada, harapienta, atada a una cadena. En cuanto percibió la primera oleada de podredumbre no le cupo la menor duda: aquello era un zombi.

-¡La madre de los chicos estaba en lo cierto!

“¿Pero qué hará un zombi en este bosque?” se preguntó, “¿tendrá algo que ver con las desapariciones?”.

Impulsado por este pensamiento se aproximó a la casita marrón.

-¡Hombre, FernándeZ!- exclamó el zombi, quien lo había reconocido al instante-, ¿qué te trae por aquí?

Ahora que estaba más cerca, adivinó quien era. Se trataba de Freddy, un zombi muy malo que se comía a la gente y no dejaba alimentarse a otros zombis como él. FernándeZ le tenía mucho miedo desde el instituto; ya entonces le quitaba el bocadillo de pierna que le preparaba su madre y se burlaba de él por lo esmirriado que estaba.

Freddy era un zombi corpulento, de aspecto fiero, todo lleno de pústulas y con la cara siempre roja de la sangre. A FernándeZ no se le pasó por alto que la sangre que le recubría era reciente.

-Hola, Freddy- le saludó, nervioso. Si averiguaba a qué había venido, se las haría pasar putas como quien dice. Tenía que buscar una excusa rápida si no quería irse de allí apaleado o incluso devorado-. He venido a pillar un poco de costo, me han dicho que tienen un Doble Cero que parte la pana.

-¡Venga ya, FernándeZ, que a mí no me la pegas, tú y yo sabemos que no podemos fumar!- le dijo, propinándole un potente golpe en la espalda.

-Bueno, en realidad es para un cliente. Necesitaba unos cuartos y se lo iba a pasar de trapis- le soltó.

-Tú siempre tan trabajador, FernándeZ. ¿Cuándo te dedicarás a algo decente como hago yo? ¡Menudo zombi de pacotilla estás hecho!

Le volvió a sacudir mientras emitía una carcajada.

-¿Y tú qué haces aquí encadenado, es para que no te escapes?- contraatacó FernándeZ.

-Trabajo aquí- respondió el zombi con orgullo-. Me ha contratado una vieja calentorra para que me coma a los chicos que se ventila cuando ya está cansada de ellos; asín no deja pistas. Es un buen trabajo, no me puedo de quejar, tengo techo y comida asegurada y me sacan a la calle un par de horas al día para que me ventile y eso. Aquí no me busca nadie, ¿qué más puedo pedir?

-Vaya, me alegro por ti. ¿Y la comida es abundante?

-Así asá. No llega mucha gente hasta aquí, pero de vez en cuando se pierde alguno. Justamente hace unos días llegaron dos hermanos. A uno me lo tuve que comer porque por poco se fuma la casa entera. Pero bueno, no saqué mucho de él, estaba más flacucho que tú. Espero que el otro le dure algo más y pueda engordar algo...

FernándeZ ya sabía todo lo que necesitaba. El asunto estaba claro: Freddy era el responsable de las misteriosas desapariciones que afligían a los aldeanos de los alrededores. Ahora lo que tenía que hacer era simular que pillaba la maría y esconderse en el bosque hasta que se hiciera de noche para poder salvar al hermano que seguía con vida.

-Bueno, Freddy, ha sido un placer volver a verte- se despidió, dejándolo allí con su cadena y toda su sangre fresca.

Al caer la noche se encendió una luz en el interior de la Casita de Chocolate. FernándeZ no se había movido de su escondite. Entonces se armó de valor y se acercó a la ventana para mirar su interior. 

Sus ojos sin vida contemplaron sin emoción una desagradable escena que hubiera estremecido a un vivo de los pies a la cabeza. La vieja a la que le había comprado el costo se hallaba completamente desnuda, con el muchacho entre sus piernas ejercitándose como un campeón. Con su voz rasposa le gritaba que empujara más fuerte y con sus manos sarmentosas le acariciaba la espalda mientras el jabato respondía con vigor. A juzgar por la expresión de placer de la cara del muchacho, no parecía importarle que se estuviera ventilando a una vieja pelleja y más fea que pifio.

FernándeZ esperó con resignación a que la maratoniana sesión de sexo terminara, obligado a presenciar toda clase de guarradas. ¡Aquella vieja no tenía límite para su concupiscencia!

Cuando ya todo se hubo calmado, agradeció que esa noche no le entregara el muchacho a Freddy. La vieja apagó la luz después de devolver al chico a la jaula y se durmió con una sonrisa de satisfacción igualita a la de su cautivo.

Minutos más tarde, FernándeZ se hallaba en el interior de la casita. No le había costado hacer un hueco en la pared.

-Despierta, chico, tenemos que irnos de aquí- lo despertó sigilosamente, hablando en murmullos para no despertar a la vieja bruja.

-¿Eh, qué?- balbuceó con la voz pastosa del resacoso.

-Me envía tu madre, tenemos que salir de aquí. 

-¿Tú flipas, tío? Yo de aquí no me muevo ni de coña.

-La vieja planea entregarte a un zombi que tiene en el sótano para que te coma cuando se harte de ti.

-¿Qué vieja, aquí no hay ninguna vieja?- se opuso a moverse de allí Anselmo.

FernándeZ lo agarró con fuerza, dispuesto a llevárselo.

-Corres un grave peligro, el zombi te devorará como hizo con tu hermano.

-¿Mi hermano? ¡Tú estás chalado, mi hermano se fue a por tabaco!- levantó la voz- ¿Qué te has fumado?

-Venga, vamos, te digo la verdad...

-¡Quita! Tú lo que quieres es quedarte con toda la maría, ¿eh? ¡Pues toma!

Y la emprendió a golpes con el pobre FernándeZ, que había ido a salvarle.

-¡Toma, joputa, toma!- le dio una somanta palos que lo dejó más muerto de lo que estaba.

Entonces se encendió la luz y la vieja apareció en el círculo de luminosidad. Tras ella estaba Freddy, gruñendo como un poseso.

-¡Joder, un zombi!- exclamó Anselmo, aterrado. Al ver la cara de la vieja se le despejó de golpe la mente-: ¡No me digas que me he follado a eso! ¡Ah, tengo que salir de aquí!

Empezó a rajar la pared de costo con su navajilla y se abrió paso a través del agujero, perdiéndose en el bosque a toda velocidad.

-¡Espera, no me dejes con este energúmeno!- gritó Fernández, sobre el que ya caía el primer sopapo del zombi.

-¿Me querías joder el negocio, eh, malnacido?- hostia al canto- ¡Toma, para que te acuerdes de mí!- de un soberbio tortazo lo envió contra la pared, la cual se partió con facilidad, expulsándolo fuera de la casa.

FernándeZ echó a correr detrás de Anselmo, acogotado por las terribles leches del zombi. Cuando al fin lograron ponerse a salvo, fuera del bosque, estaba saliendo el sol y los pajaritos se despertaban.

-Espero que hayas aprendido la lección- le dijo Fernández a Anselmo.

-¡Y tanto que sí, no volveré a fumar fuera de casa!

domingo, 25 de agosto de 2013

  

Carne de cañón, Pau Varela




Barcelona, 10 de septiembre de 1714
¡Este agujero de mierda humeante y dejado de la mano de Dios!
El soldado Guerau de Pascal jura y maldice, mientras intenta limpiar su fusil utilizando la hoja de la bayoneta para quitar la suciedad acumulada en los rincones y grietas. Lleva media hora abstraído con la tarea, pero parece no conseguir que el arma presente un aspecto digno para la batalla. El estruendo de los cañones y los disparos no ha parado en todo el día, como si una tormenta seca se hubiera propuesto derribar cada edificio de Barcelona a puñetazos. Ante la falta de suministros, los soldados llevan semanas peleándose por obtener las mejores armas y él, siendo un simple chiquillo como sus superiores le recuerdan constantemente, se ha tenido que conformar con ese trasto viejo. A pesar de todo, él está vivo para ver morir un día más y por eso sabe que ha de estar agradecido.
Con los últimos rayos de luz deja el fusil en el suelo a sus pies y se baja las mangas del uniforme de lana. La noche le grita a la cara que es hora de prepararse para el cambio de guardia. Arranca la chaqueta de debajo de las sábanas de la cama y se la pone para empezar a calentar el cuerpo e ir tirando hacia su puesta. La chaqueta ha acumulado un poco del calor de su cuerpo, lo justo y necesario para inyectar un ligero confort a sus articulaciones agarrotadas. ''Las pequeñas cosas...'' se dice en voz baja. La llegada de septiembre ha venido escoltada por un aire gélido que él recibe como un obsequio del cielo. El frío parece mitigar el hedor a carne descompuesta que rodea la ciudad.
Sale del cuartel fusil en mano y se encuentra a Julián esperándolo, como cada noche durante los 13 meses que lleva viviendo en este infierno.
''¡Buena y gloriosa noche, señor Guerau de Pascal!'', le dice extrañamente alegre.
''Buenas noches son para quien tiene el estómago lleno, ¿me equivoco?'', replica Guerau.
Julián le acerca una taza humeante con más agua que sustancia. Él se bebe el contenido poco convencido, intentando recordar la última comida con alguna forma sólida de alimento que ha probado.
''¿Qué día será?'' pregunta Julián.
''¿Viernes? Dentro de unas pocas horas será sábado''.
''Parece bastante correcto''.
Guerau empieza a notar el frío tomando posesión de sus huesos. Será una noche larga.
'' ¿Algún remedio para la rasca?'' Dice con una sonrisa un poco amarga.
Julián se abre la chaqueta y saca un pequeño recipiente metálico y se lo pasa a Guerau, que da un buen trago de su contenido y exhala lentamente.
'' ¿Preparado para recibir a la muerte?''
'' Y lo que venga después'', dice soltando un leve suspiro y alzando la vista más allá de los edificios, donde las montañas se alzan tentadoras.
Por un momento piensa en desertar, huir de la ciudad, atravesar el cerco de hombros crujientes, extremidades rígidas y miradas perturbadas que circunda la ciudad y tratar de llegar a las montañas al oeste. Si, podría simplemente aprovechar la llegada de la noche y entonces partir a rasero de la oscuridad. Cierra los ojos y mueve la cabeza, como intentando sacudirse la duda de su sistema nervioso. Vuelve a centrar su atención en su compañero.
 '' ¿Alguna novedad?''
'' Como siempre. Ruidos de vez en cuando. Gemidos apagados y manos rascando las murallas, como si intentaran escalar. Algo les tiene que reconocer a esas bestias; son perseverantes. En la ciudad ha habido un par de ataques. Las patrullas se han encargado''.
Guerau asiente. El temor a que el enemigo pueda sobrepasar las defensas de la ciudad está muy presente. Él no lo dice, pero le preocupa que los muertos sean capaces de encontrar los puntos débiles de sus defensas y escabullirse entre la vigilancia de los soldados fatigados. Nadie sabe realmente cómo de inteligentes son. Y para colmo de males están los borbónicos, esperando cualquier oportunidad para tomar la ciudad. Con más medios para controlar a los muertos, el mariscal duque de Berwick utiliza el implacable deseo por la carne de los vivos de las criaturas para allanar el camino a sus tropas. Han aprendido a canalizar el hambre de los muertos y enfocarla hacia la ciudad, como si de un rebaño se tratara. Ellos camuflan su olor a vida con sangre de ganado, mientras Barcelona desprende un olor a humanidad que se puede percibir a kilómetros de distancia. Una ciudad doblemente cercada. La duda que revolotea por las murallas no es si la ciudad caerá o no, sino cuándo lo hará.
'' Que vengan'', piensa,'' no saben a quién se enfrentan''.
Él y sus compañeros son bastante gallardos como para contener a los franceses con los escasos recursos de que disponen. Hacía unas pocas semanas tan sólo habían resistido en Santa Clara el ataque de las fuerzas del duque. Muchos hombres habían muerto para repeler a los invasores. Pero aquellos héroes muertos no habían si no agrandado las filas del otro enemigo, el enemigo real.
El asedio a Barcelona dura ya más de un año. Resulta difícil recordar con claridad una vida sin guerra. Los días no han dejado de pasar en medio de una infecta neblina gris que hace imposible poder decir dónde termina el ayer y comienza el hoy. Meses de asedio han servido para que la enfermedad y la locura broten libres por las calles. Hace tiempo que la esperanza ha abandonado este lugar y el diablo campa a voluntad, tomando los cuerpos de los muertos para matar y devorar a los vivos. Siendo honesto consigo mismo, Guerau sabe que la muerte de sus padres ha sido una bendición que les ha evitado tener que ver el infierno levantarse y caminar. A él le habían llamado a armas para defender la ciudad, como todo hombre mayor de 14 años. Tan pronto le pusieron el fusil en las manos, se prometió hacer lo que fuera necesario para sobrevivir a todo aquel caos y marcharse de la ciudad. Claro que entonces todavía pensaba en su inocencia que la guerra estaba llena de gloria y que al matar a un hombre, éste permanecía muerto para toda la eternidad. Tan pronto como las puertas del infierno se clausuraron condenando a los muertos a marchar de nuevo entre los vivos, sus prioridades se trastocaron por completo.
Las últimas semanas han sido especialmente duras. La falta de pólvora y de hombres hace imposible seguir salvaguardando las defensas de la ciudad y al mismo tiempo vigilarse los unos a los otros y a los civiles por si alguien cambia. Las pilas de cadáveres incinerados comienzan a pesar sobre los hombros de los soldados. Los tres comunes han decidido arrestar a los enfermos y moribundos, confinarlos y vigilarlos. Ya casi no queda ciudad por la que luchar.
'' Bueno Julián, llego tarde a mi guardia'' dice y echa a andar dejando atrás a su compañero y las dudas que les desuelan.

***

Su puesta está en el reducto de Santa Eulalia, situado extramuros. La trinchera no es más que una zanja en medio del barro. Sólo 300 metros le separan de los castellanos. Y sin embargo la visión desde las murallas por la noche es extrañamente relajante. Estos 300 metros se han ido poblando a lo largo de los meses de soldados caídos de ambos bandos, escombros y cráteres humeantes. Los castellanos bombardean de vez en cuando las murallas. Por suerte, parecen más preocupados en hacer saber que todavía están allí fuera que en vigilar dónde apuntan. O eso, o tienen la puntería en el culo. Sin embargo, a veces aciertan y abren rendijas por las que los caminantes intentan escurrirse.
Guerau se une a sus compañeros. Algunos de ellos todavía están cenando sentados en el suelo. Como la noche anterior, y cada noche antes de esa, los hombres discuten sobre la naturaleza de los resucitados, sin sacar nunca demasiadas conclusiones. Las preguntas se amontonan casi a la misma velocidad con la que los cadáveres se acumulan entre los soldados franceses y ellos. Muchos están convencidos de la naturaleza diabólica del fenómeno. Hay quien lo ve como un castigo divino. Algunos hablan de rumores sobre muertos volviendo a la vida con su memoria intacta. Otros dicen que por las noches se pueden oír voces rotas murmurando, voces que sin duda no provienen de ningún ser vivo. Pero por mucho que se esfuercen difícilmente ninguno de estos mercaderes de telas, zapateros, sastres o pasamaneros encontrará un sentido a este fenómeno. Guerau se mantiene imparcial durante estas discusiones. Hace mucho que no tiene nada nuevo que decir sobre el tema. Ha aprendido a aceptar los acontecimientos de los últimos meses como una realidad insoslayable. Una realidad a la que él sobrevivirá como sea.
La noche se está presentando bastante tensa. Los cañones enemigos se concentran entre los baluartes de Levante y Portal Nou. Una sensación peculiar flota en el aire gélido. Una tirantez que no sentía desde hacía días. Tiene el presentimiento de que las tropas del duque de Berwick no tardarán en lanzar una ofensiva y cuando lo hagan, será inevitable que los muertos entren en la ciudad. Este pensamiento le tiene tan absorto que cuando oye los gritos piensa que la imaginación le está jugando una mala pasada. Alza la mirada y en la oscuridad ve a un hombre a lo lejos corriendo hacia las murallas moviendo los brazos como un desesperado. Debe de ser un soldado borbónico que se ha separado de su batallón. Guerau no tarda en ver el porqué de su desesperación. Un grupo de cadáveres hambrientos le persigue. Pobre desgraciado piensa. Uno de los muertos vivientes se le tira encima, le atrapa por el tobillo y le tira al suelo. En una fracción de segundo el resto de caminantes está sobre él y se dan un festín con sus vísceras. No deja de gritar mientras le arrancan las tripas.
Al principio, los primeros muertos que habían vuelto del averno eran lentos y un tanto torpes. Se limitaban a vagar gimiendo y matarlos -otra vez- no era una tarea muy compleja. Sin embargo, parece como si el hambre les hiciera más fuertes y rápidos. Guerau piensa en poner fin a la agonía del soldado borbónico con un tiro en la cabeza. Pero es mejor reservarse las balas para cuando sea su vida la que esté en juego.
Las horas pasan. La noche fluye a través de la llanura barcelonesa. Los hombres que salvaguardan el baluarte no hablan. Todo el mundo calla intentando mantener la serenidad necesaria para cumplir con su deber. Guerau los ha llegado a conocer bien. Hombres buenos aunque muchos de ellos poco preparados para el combate, la mayoría demasiado jóvenes. Tan jóvenes como él. Las palabras de aliento andan escasas estos días. Todo lo que queda es esperar. Esperar que alguno de los numerosos enemigos dé el paso.
No falta mucho para la salida del Sol cuando un hombre no muy lejos de donde él se encuentra comienza a hacer gestos señalando algo en medio de la oscuridad. Guerau sigue los gestos del estremecido soldado con la mirada. No puede ver nada más allá de la negrura de la noche pero no tarda en sentir un ruido. Ruido de movimiento. Un ruido terriblemente familiar y con el que ha aprendido a convivir. Un ruido que sabe que le acompañará cada noche mucho después de que la guerra termine.
Un suave rumor de voces recorre la guarnición como una corriente eléctrica. En cualquier momento...
El primer cadáver aparece tambaleándose en medio de las sombras. Se mueve de forma pesada en dirección al reducto de Santa Eulalia, caminando de una forma peculiar y fácilmente reconocible. Detrás de él no tardan en aparecer un par de docenas más. La primera oleada de un asalto. Hombres, mujeres e incluso niños, hace mucho tiempo, aún vestidos con la ropa que habían llevado cuando estaban vivos, ahora nada más que jirones de tela colgando de sus áridas siluetas. Es fácil distinguir entre civiles y soldados de ambos bandos. Algunos sin embargo, están desnudos con los músculos y los tendones pútridos visibles. La muerte ha sido más amable con unos que otros. Los difuntos más recientes sólo se distinguen por el matiz gris de su piel, la negrura de sus ojos y el atroz hedor a descomposición que desprenden. Si no se va con cuidado se les podría confundir por vivos. Hay otros, las primeras víctimas de la maldición, que no son más que esqueletos con pedazos de carne adheridos, consumidos como carne ahumada, y que de alguna forma aún consiguen mantenerse en movimiento.
Guerau sabe que pensar en ellos como personas sería un error. Lucifer les ha convertido en una horda delirante y hambrienta de carne viva desde el mismo momento en que se habían vuelto a levantar de entre los difuntos. Pueden parecer humanos, caminar, alimentarse y recordar vagamente a una persona. Pero carecen de la chispa. Representan un castigo irónico para el alma de un hombre. Después de miles de años de civilización, a pesar de nuestras bellas obras de arte y las dulces canciones entonadas, eso es lo que somos. Carne temblorosa. Quizá lo único que siempre hemos sido.
La artillería borbónica no tarda en caer sobre sus cabezas. El primer impacto lanza tierra y rocas desmenuzadas por los aires y estallan los gritos a lo largo y ancho de las murallas. El mundo no deja de temblar y resonar con cada estallido. Más y más cadáveres van apareciendo en masa a través del valle. Todas las campanas de ciudad tocan a rebato llamando a la gente a las armas. Ha comenzado, piensa Guerau. Los hombres a su alrededor empiezan a disparar, pero él espera. Quiere asegurar cada disparo.
Durante la instrucción, Guerau aprendió a disparar en el centro de la masa del objetivo para causar el mayor daño posible. Pero eso ahora ya no sirve de nada. Los cadáveres no sienten dolor. No se detienen al recibir un impacto en el pecho, o el estómago, o en las extremidades. Ha visto cadáveres recibir docenas de impactos y seguir de pie como si nada. Los ha visto perder trozos de carne del tamaño de su puño con cada impacto y ni siquiera retroceder un palmo. Mientras se puedan mover o arrastrar continuarán viniendo hacia ti, implacables. De ello puede estar seguro. La única manera efectiva de pararlos de una vez por todas parece ser causando daño al cerebro. Y mucho, si no se quiere correr riesgos. Incluso esto puede no ser suficiente, ya que nadie sabe seguro si no se volverán a levantar incluso sin tener la cabeza pegada al cuerpo.
Guerau apoya el cañón del fusil contra el borde del foso. Elige su blanco con cautela. Llena de aire los pulmones y exhala lentamente una vez, otra y otra y en el instante preciso aprieta el gatillo sin vacilar. El cráneo de una de las criaturas estalla en una lluvia carmesí. Carga el fusil con celeridad, elige otro objetivo y repite el proceso de nuevo. Sus compañeros disparan sin cesar a diestro y siniestro. El estallido de fusiles y artillería forman una orquesta perturbadora y grotesca. Música de guerra.
Más y más muertos aparecen lanzándose famélicos contra ellos. Protegidos por las hordas de mordedores, los franceses disparan e intentan asaltar la brecha real. Guerau mantiene un ritmo de fuego alto pero insuficiente ante el número de enemigos. No hay un momento para recuperar el aliento. Es la última batalla por la ciudad. Entre ola y ola del asalto, Guerau echa un vistazo a sus compañeros. Algunos han caído heridos o muertos por el fuego enemigo. Más desgracias a la espera de estallar.
No tiene tiempo de darse cuenta de lo que sucede cuando un mortero estalla a pocos metros de donde está él y se ve atrapado por una lluvia de escombros. Intenta correr, ponerse a cubierto pero una roca lo golpea y lo tumba al suelo. Puede notar el lado derecho de la cara muy caliente y luego fría por la sangre. El dolor tiñe su mundo de un color negro sólido y pronto todo se desvanece en un torbellino de gritos y llantos.

***
Barcelona, 11 de septiembre de 1714
Conmoción y muerte. Después aturdimiento. Las murallas no eran lo suficientemente altas. Los hombres no eran suficientes. La noche excesivamente densa.
Guerau despierta cubierto de polvo y sangre. La cabeza le late como si su encéfalo estuviera luchando por huir de su cabeza. El dolor es terriblemente intenso y sabe que no va a desaparecer en breve. Pero a pesar de todo todavía está vivo y para lo que a él respecta con eso basta. Intenta mover las extremidades. Las nota entumecidas. ¿Cuánto tiempo lleva fuera de combate? Oye disparos y gritos y el alboroto propio de la guerra. Pero se da cuenta que todo proviene de la ciudad misma. Barcelona está siendo tomada por dos ejercidos. A su alrededor ve un caos infernal desatado. Charcos de sangre salpican el suelo a su alrededor, pero ni un solo cuerpo que él pueda ver. Debe darse prisa y volver al baluarte de Levante, buscar resguardo, encontrar camaradas con quienes preparar la contraofensiva.
Se alza y nota un pinchazo en el muslo izquierdo. Ve un agujero en los pantalones y sangre negra y enmarañada brotando de su pierna. Metralla. Maldice la noche misma por su suerte y decide enjaular el dolor a base de adrenalina. Rompe a correr en dirección al Portal del Mar. Ve a tres mordedores alimentándose de uno de sus compañeros. Trata de no hacer ruido y pasar de largo tan rápido como puede. Guerau cree sentir llantos ahogados cuando pasa cerca de ellos, pero se convence de que es su imaginación.
A medida que avanza puede notar su propio estómago retorcerse por el dolor y los calambres. El corazón le pesa cada vez más y más con cada latido. Las calles a su alrededor están cubiertas de escombros. Los impactos se oyen resonar por toda la ciudad. Disparos y gritos por todas partes. La ciudad está perdida. A la guerra le quedan horas. Quizás menos. Es tiempo de sobrevivir o caer con Barcelona. Guerau nunca ha sido un cobarde. Pero incluso el soldado más valiente tiene un límite y él se ha dado de narices con el suyo. Los muertos y los franceses han entrado en la ciudad en torrente, seguramente haciendo retroceder a las defensas. La única esperanza es ahora lo que queda de la milicia y los ciudadanos mismos, muchos de ellos mujeres y ancianos. No es justo.
Pasa cerca de una barricada hecha a base de barcas que ha sido claramente sobrepasada. Algunos soldados enemigos aún están allí, asegurando la posición y encargándose de los muertos de ambos bandos. El humo y las cenizas que flotan en el aire hacen difícil ver más allá de unos pocos metros. Guerau se mira las manos que le tiemblan incontrolables. Las aprieta contra su pecho intentando recobrar el dominio sobre un cuerpo que le está traicionando. Entonces algo se retuerce entre los restos de la fachada de un edificio derruido y le capta la atención. Julián yace malherido no muy lejos, por fortuna oculto de la mirada de los soldados franceses. Guerau siente el corazón como le vuelve a latir empujando sangre a través de sus músculos quejosos. Se arrastra hasta donde su compañero permanece semiconsciente. Rebusca en sus bolsillos y encuentra el frasco metálico. Guerau lo sopesa. Debe quedar un poco más de un trago. Desenrosca la tapa y da un pequeño sorbo. El resto de su contenido lo vierte dentro de la garganta de Julián, que recupera un poco los sentidos.
'' Como me alegro de verte compañero, lástima que la ocasión no sea más alegre'' dice y tose ahogadamente.
'' ¿Te han mordido?''
'' No, aunque no será porque no lo hayan intentado''
 Una vibración sacude el suelo bajo sus pies.
'' ¿Lo has notado?''
Guerau asiente. La vibración se intensifica hasta el punto que le cuesta mantener el equilibrio. Decenas de ratas brotan de cada hoyo y cada edificio derruido a lo largo y ancho de la calle. Antes de que ninguno de los dos pueda abrir la boca, un pensamiento oscuro les atraviesa la mente al mismo tiempo. Con un simple intercambio de miradas, los dos hombres entienden que sólo hay una cosa que hacer.
'' Tenemos que correr'' dice Guerau mientras ayuda a su compañero malherido a levantarse. Alza la mirada a tiempo para ver que sus temores se han hecho realidad. Una horda de muertos baja esprintando por la calle en dirección a ellos. Miles de monstruos gritando y esparciéndose como un tumor maligno a través de la ciudad, compitiendo por cada gramo de carne viva que queda. Los soldados franceses que aún están asegurando su posición no tienen ninguna oportunidad de defenderse. Guerau reza para que el alimento fresco frene la ola de muerte que se les viene encima. Pero la mayoría de la horda sigue implacable calle abajo en busca de más víctimas. Con el fusil en la mano derecha, Guerau toma una decisión sin pensarlo dos veces y arrastra a Julián hasta uno de los pocos edificios que aún se mantienen en pie. Con el hombro tumba la puerta y se tira dentro cayendo en la oscuridad más absoluta a tiempo para oír los pasos de la horda pasar de largo. Los dos hombres aguantan la respiración y aprietan los ojos cerrados rezando como dos condenados a muerte. Los pasos se diluyen poco a poco.
Guerau siente como Julián respira aliviado. Y siente también algo más. Un ruidito rítmico y empapado que se le enrosca a la base del cerebro. El corazón de Julián. Puede sentir la sangre recorrer el cuerpo de su compañero a un palmo de donde él se encuentra. No, no sólo lo siente si no que el olor… Se sorprende al notarse salivando como un perro hambriento. Siente un vacío que lo consume lentamente. Entonces el hambre le golpea como una pared de ladrillos. Un hambre que nunca ha sentido antes. Insaciable. Un ansia de comer proveniente de la parte más recóndita de sus intestinos. Un hedor a vida lo captura y le embriaga. No es un olor a transpiración o el aroma corporal común, sino el éxtasis de la vida misma. Dirige la mirada hacia Julián y le examina la piel con detenimiento. Tras el sudor y el polvo adherido, puede ver la carne rosada de su compañero contraerse y relajarse con cada leve movimiento. Antes de que Julián pueda darse cuenta, Guerau le hunde los dientes en el cuello y los aprieta tan fuerte como puede, arrancándole un buen número de músculos y tendones y dejándole la tráquea a la vista.
Los dos hombres se miran fijamente. Guerau sonríe mientras le gotea sangre por la barbilla y se pasa la lengua por la comisura de los labios. La luz de los ojos de Julián se apaga y Guerau lo coge y lo abraza. Acerca la boca a su oído y le susurra.
'' Muere en paz, amigo. La historia nos recordará como héroes''.