jueves, 1 de agosto de 2013

Camino al Infierno, Francisco José Palacios Gómez

Ilustración, Carlos Rodón  


      Miedo… Hambre… Sed, muchísima sed. Una barba de días… quizás semanas. Las uñas astilladas, sangrantes, y los puños doloridos y amoratados de tanto golpear. El pelo grasiento y sucio. La ropa negra por la continua sudoración. Hacía un calor asfixiante. Notaba la lengua ancha dentro de la boca reseca. Los labios agrietados dolían en la cara. “Ojalá… ojalá tuviera un vaso de agua”, pensaba desesperado.
            Y la incertidumbre. Eso era lo peor. Eso era lo que lo arrastraba poco a poco hacia la línea que separa la cordura de la locura.

El acero caliente de la bala había entrado en su espalda, estaba seguro de ello. Había sentido el impacto, el impulso del cuerpo hacia delante por la violencia del choque del metal contra la carne… y, sin embargo, una vez montado en el ascensor, se palpó la zona supuestamente herida y no halló ni rastro de sangre. Habría sido una percepción engañosa, una mala pasada que le había jugado su cerebro cuando oyó tras él la detonación del arma del policía.

            Finalmente le habían descubierto. Al ver al agente plantado ante la puerta de su apartamento su imaginación echó a volar. ¿Cómo habrían logrado localizarlo? Quizás un poco de piel y carne debajo de las uñas de alguna de sus víctimas, una huella dactilar en un cuchillo, la huella de sus zapatillas… Podría ser cualquier cosa. No era momento de preocuparse por esas cuestiones, sin embargo. Era momento de huir.

            Pulsó el botón de la planta baja justo en el instante en que tres perros policías se abalanzaban contra sus piernas. La puerta automática se interpuso entre ellos. Oyó a los animales arañar con sus patas la puerta del ascensor. Por un momento, le pareció ver que las tres cabezas de los canes pertenecían a un único cuerpo: otra mala jugada de su cerebro.

            Asustado, observó saltar la luz de botón en botón a medida que pasaba por los distintos pisos. Cruzó los dedos: rezaba con todas sus fuerzas para que no hubiera policías esperándole. Saldría corriendo como una locomotora cuando el ascensor llegase a la planta de baja. Arrasaría con todo lo que se interpusiera en su trayectoria de camino hacia su coche.

            Sudaba copiosamente. Limpió su frente con el antebrazo. El botón de la primera planta se iluminó. El ascensor continuó descendiendo. Planta baja.

            Entonces, cuando esperaba que el ascensor se parase, la cabina siguió bajando. Con gesto confuso, pulsó el botón para que se detuviera allí, para que no descendiera más, pero la máquina no respondía. ¿Cómo era posible si el edificio no tenía garaje, ni sótano? El cemento gris sustituyó a la sucesión de puertas que habían desfilado ante sus ojos durante el trayecto vertical. Aporreó los botones, pero siguieron sin funcionar. Notó en el pecho una agobiante sensación de claustrofobia. ¿Qué estaba pasando?

            David Pérez era un tipo normal. Profesor de autoescuela, vivía en su modesto pisito en el centro de la ciudad, herencia de sus padres. Todos los días conducía los treinta kilómetros que separaba su hogar del trabajo, pasaba ocho horas en el asiento del copiloto de un turismo, camión, autobús… pugnando por mantener la compostura ante los torpes alumnos que se sucedían uno tras otro, y que ponían continuamente su vida en peligro con las peligrosas maniobras que realizaban. Luego, conducía de regreso a su casa, se preparaba una cena frugal, se hacía una paja y se acostaba. Así un día, y otro, y otro…

David no era un tipo agraciado. Tampoco un adefesio. Sin embargo, nadie le conocía pareja. Tenía debilidad por las chicas de anuncio, por lo que, cuando salía de fiesta los fines de semana, atacaba a las féminas más bellas de los locales donde se atiborraba de alcohol. Todas lo rechazaban.

La primera noche en que Daniel sustituyó a David echó un polvo de antología con una preciosidad inglesa, una estudiante de primero de Derecho con una beca en Madrid, quince años más joven que él.

            Salió de un local en el que una morenaza le había dejado claro que no solo no se acostaría con él, sino que ni siquiera deseaba mantener una mínima conversación. Las mujeres podían ser muy crueles cuando querían, y a David le daba la sensación de que todas las hembras del mundo se habían confabulado para ser crueles con él.

            Mascaba su odio de camino a su casa, deseando ser otra persona, uno de aquellos tíos macizos de los anuncios que debían follar como una puta en día de rebajas. Observaba con harta envidia a los chicos agraciados, de melenita, ojos bonitos y labios carnosos, con los que se derretían las chicas que les solían rondar como moscas que acechasen una gran mierda perfumada. “Ojalá… ojalá no fuera David Pérez, ojalá no fuera conductor de autoescuela con diez kilos de más y mucho cabello de menos”. Mucho cabello de menos donde importaba, en la cabeza, porque el pelo le sobraba en la espalda y en el culo.

            Pasó por delante de un pub donde un cartel llamó su atención: “Fiesta de Fin de Curso de Primero de Derecho”. Sin pensarlo dos veces, entró a tomarse la última copa y a deleitarse con las estudiantes borrachas que perdían la vergüenza con la bebida y que, hechizadas por el embrujo del alcohol, eran capaces incluso de enseñar los pechos. “Ojalá… ojalá lo hicieran”. David retendría en sus retinas esa imagen hasta que llegara a su casa, fuera al baño, cogiera el papel higiénico y…

            La chica inglesa se apoyó en la barra junto a él y pidió un ron con coca cola. Dos manchas sonrosadas en las mejillas reflejaban los efluvios de tres o cuatro cubatas. 

—Soy Dav… Daniel… de Beriguistáin… abogado penalista —soltó repentinamente. Estaba harto de ser David.

La chica le ignoró. Cuando el camarero fue a cobrarle la consumición, David sacó de su cartera un billete de cien euros. Logró el efecto deseado: sorprender a la joven. El camarero se limitó a elevar la vista al techo: había presenciado la escena de “maduro seduce a una jovencita con un billete grande” decenas de veces. No creía que aquella joven picase.

—No hace falta que me pagues ninguna copa —rechazó la chica alzando la voz para hacerse oír sobre la estridencia de la música, pero su tono reflejaba duda. En realidad sí que deseaba que le pagara esa copa. David notó cómo la bestia despertaba en sus pantalones.

—Insisto —replicó cortés. 

—¿De verdad eres abogado? No tienes pinta, la verdad —preguntó levantando una ceja, desconfiada.

—¿De verdad tus ojos son del color de la esmeralda o llevas lentillas? —replicó sonriente.

La chica relajó el gesto y mostró una dulce sonrisa. Apoyó un codo en la barra (un hermoso codo) y clavó sus ojos verdes en David. Por fin le prestaba atención. Entregó el billete al camarero, que suspiró al comprobar que la estudiante había picado en el anzuelo de papel. “Ojalá... ojalá se quede charlando conmigo”, deseó David.

—¿Y trabajas en un bufete como esos de la tele? —Le devolvió la sonrisa.

—Mejor aún. ¿Has visto que en las películas los abogados siempre van bien peinados y con buenos trajes? Pues todo es cierto. Me gusta desconectar cuando salgo del trabajo, por eso visto así. —Pasó la mano por su cuerpo, mostrando su indumentaria consistente en pantalón vaquero y camiseta.

—¡Por cierto, soy Daphne! —Le plantó un beso en cada mejilla, un beso excitante con olor a rosas mezclada con tabaco y sudor…

—Daphne… —susurró.

—¿Y ganas muchos casos? —quiso saber la joven chupando con sensualidad manifiesta la cañita de su cubata.

—La mayoría, por eso mi bufete es tan importante.

David inició una perorata explicando un caso sobre discriminación sexual que había visto en una película. Daphne lo miraba embobada.

—No meteréis estudiantes de prácticas en tu despacho, ¿verdad?

—Bueno, no solemos hacerlo, pero tampoco existen abogadas tan guapas como tú. Podríamos hacer una excepción. —Su boca se curvó en un intento de agradable sonrisa.

Las continuas invitaciones a copas, las mentiras que le contó sobre una vida de lujo, inventadas por supuesto, y el modelo de abogado perfecto que Daphne admiraba, porque era lo que ella quería ser, le valieron para que la chica plantara a sus amigos, que le insistieron en que no se fuera con aquel tipo tan extraño, y acabaran en el piso de David practicando sexo de manera salvaje.

—¿Y tu coche? —preguntó la chica cuando salieron del garito.

—Tengo el Audi en el taller. Pediremos un taxi. Evidentemente soy un caballero, por lo que pago yo.

Durante algunas semanas David dejó de ser David, el profesor de autoescuela, onanista y vicioso, para transformarse en Daniel, abogado de éxito, amable, considerado y gentil. La estudiante fardó como nunca lo había hecho ante sus compañeras de curso. Se veía a sí misma tres años después, tras terminar la carrera, ganando pleitos a mansalva y ganando euros a montones. La vida de lujo que cualquier chica de esa edad sueña que tendrá algún día. No estaba realmente interesada en el abogado que conoció en el pub, pero era un pasaje hacia un futuro prometedor. ¿Cuántos estudiantes podían decir que tenían un puesto asegurado en un importantísimo bufete mucho antes de terminar los estudios? Era la ilusión de los miles de alumnos de la facultad. Aquella noche en el pub le había tocado la lotería.

Por su parte, David cometió el grave error de enamorarse de ella. No obstante, no pudo mantener la mentira durante mucho tiempo. Daphne no era una estúpida y, pronto, las cosas no le cuadraron. Una noche que cenaban en un restaurante le acribilló a preguntas incómodas:

—¿Pero dónde tienes tu bufete? Demasiado tiempo con el Audi averiado, ¿no? ¿Cómo que siempre me llevas al mismo piso si me dijiste la primera vez que fuimos allí que lo hicimos por la cercanía? No es que desconfíe de ti, pero no me creo que tengas un ático de lujo… ¿Por qué no me lo enseñas entonces?

Él esquivaba las preguntas como bien podía, cambiaba de tema o le daba vagas respuestas, como que tenía el bufete en la Gran Vía madrileña y era un lugar demasiado aburrido como para ir a visitarlo.

La chica se armó de paciencia y, en su naturaleza desconfiada, cogió las Páginas Amarillas y estuvo todo un día llamando a los teléfonos de los bufetes ubicados en la Gran Vía madrileña que aparecían en ella. En ninguno se conocía al tal Daniel de Beriguistáin. Se puso en contacto con el Colegio de Abogados, y tampoco constaba ningún colegiado con ese nombre. Lloró amargamente, no porque su futuro de ensueño se hubiera esfumado en un abrir y cerrar de ojos, sino porque se sintió engañada. Traicionada. A ciertas edades los sentimientos se magnifican, y Daphne no estaba dispuesta a que le tomaran el pelo. Sin avisar, se plantó en el apartamento donde solía llevarla Daniel para follar.

Daniel salió a recibirla ataviado de una bata hortera, una barba de tres días y un gato persa que ronroneaba y se frotaba contra sus piernas. Abrió mucho los ojos cuando la vio plantada en el dintel.

—¡Daphne! ¿Qué… qué haces aquí… qué…?

—Vives en este apestoso apartamento… ¡Dime la verdad! —La joven gritaba.

David asomó la cabeza al pasillo para comprobar si algún vecino estaba presenciando la desagradable escena. Suspiró aliviado cuando vio que no era así. Cogió a Daphne de una de sus muñecas y la arrastró al interior del piso.

Al final, David se derrumbó y le contó la verdad, dominado por un intenso amor hacia ella. “¡Ojalá… ojalá no me deje!”, pensó desesperado. Sin embargo, la chica no atendió sus súplicas. Cortó la relación inmediatamente. Un jarrón que David había traído de un viaje a Grecia se partió sobre la cabeza de Daphne, regando el suelo de sangre y trozos de cerámica. David no estaba dispuesto a que la chica le abandonara de aquella manera.
Durante un par de días la mantuvo amordazada y atada a la cama. La chica sufría desmayos intermitentes, posiblemente ocasionados por la herida abierta del cráneo. Lloraba y suplicaba con la mirada que la dejara marchar. David le limpió el corte y lo curó con un poco de Betadine y esparadrapo. Le lavó la sangre que había manchado su cuerpo y los restos de lágrimas y mocos. Luego tomó asiento frente a la cama y se masturbó ante la chica. Aquella noche la violó un par de veces.
Al final decidió que no podía dejarla escapar. Le denunciaría ante las autoridades y su vida se truncaría para siempre. Se desnudó, cogió un cuchillo y volvió a ponerse sobre y dentro de ella. La chica miraba con ojos desorbitados la hoja brillante del arma, mientras sufría las acometidas de Daniel. Justo antes de que el hombre tuviera un orgasmo, le cortó el cuello con un rápido movimiento. La sangre y el esperma se precipitaron al unísono. El orgasmo fue espectacular.

David no pudo dormir en toda la noche, arrepentido por lo que había hecho pero, al alba, se había convencido a sí mismo de que no había sido él, David Pérez, sino Daniel de Beriguistáin quien había cometido el asesinato. De alguna forma, gracias al acto de Daniel, supo que Daphne siempre sería suya.

Troceó el cadáver, quemó las sábanas bañadas de sangre y llevó poco a poco en una mochila los trozos del cuerpo a un descampado en las afueras de Madrid, donde los enterró a una considerable profundidad.

La noticia de la desaparición de Daphne salió en todos los medios de comunicación, nacionales e internacionales. Se barajó la posibilidad de que un tal Daniel de Beriguistáin la hubiera raptado o algo peor, pero la policía no logró localizar al sospechoso. No constaba como abogado en ningún registro, no tenía antecedentes penales y los pocos Daniel de Beriguistáin que aparecían en el registro civil, con un segundo apellido diferente en cada caso, o bien tenían coartada (uno de ellos era médico en África), o bien eran demasiado viejos o demasiado jóvenes para tener relación con la desaparición de la chica. Un día salió en la televisión el retrato robot dibujado por los cuerpos de seguridad a partir de la descripción de algunos compañeros de la joven y de un camarero que habían visto al sospechoso en el bar hablando con ella el día en que se conocieron. Se parecía un poco a Daniel, pero también tenía rasgos diferentes. En realidad podría tratarse de muchas personas distintas, no era un reflejo fiel de Daniel.

En una de sus charlas interiores, Daniel convenció a David de que no se preocupase, pues le aseguraba que la policía no relacionaría a Daniel de Beriguistáin, abogado, con David Pérez, profesor de autoescuela. Mientras eso no ocurriese, Daniel estaba seguro dentro de David, y David estaba seguro escondido en su vida cotidiana.

En los meses sucesivos, Daniel dominó a David en dos ocasiones más. Una nueva alumna de la autoescuela, una preciosidad asiática, no quiso saber nada de David cuando el hombre se le insinuó durante una clase de conducción. Daniel la esperó en el coche cerca de su casa, horas después. Al poco, la chica salió vestida para una noche de marcha. La siguió un buen rato hasta que la chica se internó por algunas calles solitarias. Se puso a su altura con el vehículo.

—¿Qué haces aquí, David? —preguntó extrañada cuando el conductor bajó la ventanilla.

—Te dejaste el monedero en la autoescuela —respondió con una afable sonrisa, agitando un objeto que tenía en la mano derecha. En realidad era su propia cartera, pero la joven no podía distinguirla a la distancia que se encontraba.

La chica detuvo el paso, extrañada. Se puso a rebuscar en su bolso. David también paro el coche. Se apeó con un bate de béisbol en la mano.

—Tiene que ser de otra alumna, David, yo tengo aquí el mío…

—No me vuelvas a llamar David. Soy Daniel.

El hombre estaba a su lado. Golpeó a la chica con el bate. La cogió antes de que cayese al suelo y la metió en la parte trasera del vehículo. En el descampado la violó. Luego, la chica asiática corrió la misma suerte que Daphne.

Al tercer asesinato cometido por Daniel, la policía se personó en casa de David. Querían hablar con él de los vehículos y sus compañeros de la autoescuela. Algunos testigos aseguraban haber visto un coche de la autoescuela donde trabajaba David cerca de las zonas en las que desaparecieron las jóvenes buscadas. La policía sospechaba que uno de los trabajadores podía estar implicado. Le habían cazado. Nada de huellas ni ADN, como supuso en principio David. Una cagada de Daniel al ser tan descarado con el vehículo con el que cometió los delitos. A David ya no le pareció que Daniel fuera tan inteligente como creía.

“Mantén la calma”, ordenó Daniel en su cabeza. “Ojalá… ojalá no te hubiera dejado hacer todo lo que hiciste”, pensó David, que no tenía la sangre tan fría como Daniel. Empujó al policía y corrió hacia el ascensor.

Cuando la puerta de la planta baja desapareció en su ascenso vertical, David fue consciente de que estaba atrapado. Depositó las manos en la interminable pared de cemento. Sintió su rugosidad acariciar las palmas de sus manos a medida que el ascensor bajaba, produciéndole cosquillas. Su respiración se volvió entrecortada, y la frente se le perló de sudor. ¿Cómo era posible que la cabina no se hubiese detenido en la planta baja? ¿Qué estaba sucediendo?

            De repente, la uniformidad de la pared rugosa varió. Unos surcos aparecieron cincelados en el cemento. No le dio tiempo de qué se trataba cuando notó el primero de ellos ascender por la palma de sus manos y perderse por el techo de la cabina. Al primero le siguió un segundo surco. David se concentró en él: alguien había grabado en la interminable pared un nombre, el nombre de la chica asiática, la segunda víctima de Daniel. Al poco apareció un tercer surco, el tercer nombre de su tercera víctima. Luego, el primero, Daphne, volvió a surgir desde los pies de David y se perdió en el techo. El segundo… el tercero… Así una y otra vez, una y otra vez.

            El recorrido vertical del ascensor no tenía fin.

            David empezó a tener sed. Luego hambre. Orinó en una esquina del nimio cubículo, y la peste de su meada se le clavó en las fosas nasales.

            La sed se volvió insoportable.

            Pidió ayuda a gritos, pero nadie parecía oírle. El zumbido del motor del ascensor bajando y bajando era el único sonido que se escuchaba allí dentro. Daba la sensación de que la infinita realidad del exterior había desaparecido completamente.

            El encierro se volvió insoportable.

            La sed le estaba matando. Y el hambre. Y la desesperación. Pero, inexplicablemente, no llegaba a morir. Golpeó las paredes, las arañó, se partió las uñas, dio cabezazos. No logró absolutamente nada.

            Con el tiempo, David se acostumbró a beber su orina y a devorar sus excrementos. Y a leer una y otra vez, una y otra vez los nombres de sus tres víctimas grabados a fuego en el cemento.

Entonces comenzó a gritar. Gritó y gritó hasta que le dolió la garganta, hasta que se lastimó los oídos, hasta que una tos espesa le hizo escupir sangre…

“Ojalá… ojalá esto llegue a alguna parte”, deseó con todas sus fuerzas, llorando lágrimas carmesíes, que resbalaron por su barba espesa e inmunda.

Luego, continuó gritando.

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