jueves, 18 de julio de 2013

Aquéllos que vivieron, Francisco José Palacios Gómez

¿Cómo iba alguien siquiera a imaginar lo que nos depararía el futuro?

Aquella mañana de abril desperté sobresaltado por el estridente timbre del reloj. Con ojos adormilados, de legañas punzantes, observé la hora que marcaban las manecillas, incrédulo al comprobar que había llegado el momento de levantarse y marchar al trabajo, a los campos de recuperación. Las noches no me cundían. Algo no iba bien. Me lo decía mi intuición, que pocas veces me fallaba. Las horas pasaban raudas, y casi no daba tiempo a descansar. Dos semanas después de este presentimiento que tanto me preocupaba, mi esposa anunció que estaba a punto de dar a luz a nuestro hijo. Ella tenía motivos para estar temerosa con el parto. Efectivamente. Nuestro hijo nació con la enfermedad. Un padecimiento que compartían muchos niños.
Hacía un tiempo que había nacido el primero. Luego, fueron cientos. Miles, al poco.
Nadie sabía explicar cuál era el motivo de la extraña proliferación de niños enfermos. Subrayo lo de enfermos, ya que las inusuales características con las que venían al mundo se debían considerar, indiscutiblemente, síntomas de una enfermedad desconocida.

Como iba diciendo, yo fui el padre de uno de esos, digamos, engendros. ¿Cuáles eran las particularidades que los diferenciaban de las personas normales? La primera, más evidente e importante, su exacerbada lentitud. Eran tremendamente tranquilos… desesperadamente parsimoniosos.
Cuando nació Slowton (ese es el nombre que nos pareció más apropiado para nuestro bebé), su madre lloró desconsolada. Aunque no movió ni un sólo músculo durante el parto, el médico lo extrajo con sumo cuidado, pues había desechado la idea de que estuviera muerto. No era el primer caso que se daba por lo que, los pausados latidos de su corazón, escuchados por el médico cuando aún se encontraba en el vientre de mi mujer, le hicieron sospechar que el niño nacería con la enfermedad, digamos, de moda: la ‘lentina’.  El pequeño Slowton, de piel suave y ojos grandes, se removió con exagerada lentitud. No rompió a llorar hasta pasada media hora desde el alumbramiento. Pero su lloro parecía más bien un cántico. Abrió la boca, calmo, muy calmo, como haciéndose el remolón. Todos, el doctor, que ya se temía que nuestro bebé sufría de ‘lentina’, las enfermeras, su madre y yo mismo, lo observábamos con atención, expectantes, esperando a que prorrumpiera en el característico gimoteo de los recién nacidos. Entonces, del interior de su garganta, surgió esa melodía hipnótica, ese gimoteo suave y prolongado: ‘b-bb-buuuu-uuuu-uuuuuuaaa-aaaaaaaaaaaa’, alargando las vocales hasta el infinito. Cuando sus pulmones se hubieron vaciado de oxígeno, varios minutos después, respiraba hondo (operación que le ocupaba otro buen rato), y comenzaba de nuevo el proceso.
De no ser por la insistencia tenaz de las enfermeras, mi esposa no habría cogido a nuestro hijo. Ella lloraba a mares, con mucha más fuerza y seguridad que el neonato. Finalmente, lo agarró sin convencimiento pleno, y lo acercó a su pecho. Slowton tardó casi una hora en encontrar el pezón sonrosado, hinchado y rebosante de leche. Lo metió en su boca y estuvo cuatro horas succionando. Su madre se quedó dormida antes de que terminara de comer.

Nuestra vida dio un vuelco con Slowton. Ambos tuvimos que solicitar una disminución de nuestra jornada laboral para atender las necesidades del pequeño, a pesar de lo ocupado que me encontraba por aquel entonces con los importantes estudios que estaba llevando a cabo sobre algunas de las características desconocidas del universo. Por algo soy físico teórico. Como decía, cuando dormía, lo podía hacer durante días enteros, sin que necesitara en todo ese período comer o hacer sus necesidades. Pero al despertar requería de toda nuestra atención para cualquier tarea: si había que asearlo, debíamos ser extremadamente cuidadosos, pues su cuerpo era en exceso delicado. Una de las primeras veces, mi esposa lo frotó con una suave esponja, provocándole un severo moratón que le duró semanas. Porque esa era otra peculiaridad: tardaba en curarse de cualquier herida muchísimo más tiempo que un ser humano normal. Era desesperante jugar con Slowton. Si pretendíamos que hiciese, por ejemplo, un puzle de cuatro piezas, bien podía pasarse horas absorto ante el espacio vacío ante él; volvía lentamente su mirada hacia las piezas puestas en el suelo; posaba de nuevo su vista en el lugar donde pretendía colocarlas… y así un interminable rato. Luego cogía una, le daba cientos de vueltas en las manos, examinándola detenidamente. Al fin la colocaba en la mesa, en el lugar donde creía que le correspondía. No es que fuera tonto. Simplemente era lento. Aunque a veces a mí se me olvidaba, y me sorprendía colérico arrancándole las piezas de las manos y componiendo el dibujo del rompecabezas, mientras le gritaba: “¡La cabeza de la vaca! ¡El lomo! ¡Las patas delanteras! ¡Y las ubres y el culo! ¡¿Es que no lo ves?!”. Entonces mi arrepentimiento alcanzaba cotas inimaginables, pues Slowton, iniciaba una serie de interminables pucheros y, con lágrimas cayendo con lentitud por sus mejillas, estallaba en su eterno llanto-cántico: ‘¡¡bbbb-bbb-bb-uuuuuuu-uuuuu-uuuu-uuuuuu-aaaa-aaaaaa-aa!!’.Yo intentaba calmarlo, desmoralizado porque sabía que tardaría horas en conseguirlo.

Menos mal que las administraciones competentes tomaron cartas en el asunto. Era un problema a nivel mundial. Crearon escuelas especiales con objeto de cuidar de esos niños mientras sus padres asistían a sus trabajos. Nos impartieron cursos de yoga, para adquirir paciencia. Además, fuimos eximidos de la obligación para con la comunidad de acudir, en nuestro turno, a los campos de recuperación de la flora terrestre, y a las factorías de fabricación de materia prima situadas en la luna. Sentí lástima por algunos de esos progenitores, que lloraban desconsolados, presos de la desesperación; sufrían de tics nerviosos, desbordados por la situación: guiñaban un ojo involuntariamente; se sacudían la ropa con las manos, como si la tuvieran llena de hormigas; hablaban solos, bajo, muy bajo, y  luego se carcajeaban de sus propias palabras… Estos eran los casos más graves (amén de los que acababan en el suicidio) y, a decenas de ellos, les retiraron la custodia de su niño ‘lentino’. Muchos de los que fueron despojados de sus hijos lloraron,  ahora sí, de pura felicidad.

Me uní  a un grupo de científicos de distintas áreas que analizaba la enfermedad, pues era un hecho tan anormal, que intentábamos arrojar algo de luz al extraño asunto, cada uno desde la perspectiva de su especialidad. Los médicos descubrieron algo realmente sorprendente: el metabolismo más pausado de los ‘lentinos’ los dotaba de longevidad. Gracias a las pruebas que les realizaron, intentando averiguar el origen y su posible cura, comprobamos que vivirían más años que un humano medio. Sus células padecían la oxidación con menor celeridad; el envejecimiento se produce, entre otras cosas, porque las células de la piel, antes de morir, se dividen para crear células nuevas. Estas células nuevas no reciben todo el código genético de la anterior: son defectuosas. De ahí que, en el proceso de muerte y nacimiento constante de células, cada vez sean más imperfectas, provocando la vejez. Este procedimiento natural no se daba de la misma manera en los niños enfermos, pues las células tenían una vida mucho más prolongada que las de un humano normal y, al dividirse, la información genética que se perdía era ínfima, mucho menor que en el resto de las personas. Se barajó la posibilidad de usar a los ‘lentinos’ como fuente de experimentación para la creación de cosméticos anti envejecimiento pero, se armó tal revuelo, que a punto estuvo el equipo de gobierno de perder las elecciones, prohibiendo en el acto cualquier tipo de estudio de esos niños con fines lucrativos.

Una carta llegó a mis manos procedente del OLE (Organismo Lentino Estatal), cuerpo administrativo que se ocupaba de los asuntos de la “lentina”. Nos informaban a la madre de Slowton y a mí de que se llevarían al niño a un campamento con otros enfermos. Fueron unos días inolvidables. Reviví con mi esposa una nueva luna de miel. Aunque todo lo bueno acaba. Slowton regresó al mes de haberse marchado, período de tiempo que se me hizo excesivamente corto. Cuando le pregunté acerca de dónde había estado (maldita la hora en que lo hice), me explicó que los monitores los condujeron a él y a sus amigos a una zona campestre. Allí todo estaba afectado por la “lentina”: las moscas volaban a la velocidad de los caracoles; los perros ya no eran esos seres tan rápidos que Slowton nunca podía acariciar, sino que andaban normales, como Slowton. Parecía una locura, pero en el OLE me confirmaron que era cierto, que se había descubierto una zona del planeta en la que todo estaba afectado por la “lentina” y que, allí, los niños podrían hacer una vida normal. Era demencial. Pero si Slowton era feliz… ¿quién era yo para prohibirle que fuera a ese maravilloso lugar? Quise acudir aquella zona tan extraordinaria, con objeto de realizar una serie de averiguaciones, pero el gobierno ya había nombrado a otro grupo de científicos de renombre para realizar las tareas.

Mientras tanto tuve que conformarme con la observación de los niños que padecían “lentina”, y con proseguir mis estudios sobre el universo. Escuchar una conversación entre esos enfermos era algo desquiciante. Cuando hablaban muchos a la vez, sus pausadas retahílas se convertían en una suerte de murmullo ensordecedor e ininteligible. Alargaban las sílabas hasta la saciedad, convirtiendo las letras de cada palabra que pronunciaban en un sonido infinito. En cierta ocasión, un niño formuló una pregunta a otro, que jugaba con un cochecito. Tardó aproximadamente media hora en pronunciar las palabras. Los investigadores lo anotábamos todo, con objeto de averiguar si, entre ellos, se entendían, como parecía ocurrir. El otro, el niño del cochecito, tardó otro tanto en responder al primero. Una vez que tradujimos pregunta y respuesta, el resultado fue que uno dijo “¿me dejas el juguete?”, a lo que el segundo contestó “¿qué dices? No te estaba escuchando”. Muchos de mis colegas iniciaron una risa nerviosa y desesperada.

Y así pasaron los años, Slowton con su exasperante lentitud y mi esposa y yo deseando que llegara el momento anual en el que nuestro hijo fuese llevado a “Lentinia”, que era el nombre asignado al lugar en el que todo transcurría como a cámara lenta.
Fue durante una de esas ausencias, cuando mis indagaciones acerca de los misterios del universo dieron sus frutos. Los experimentos que llevaba a cabo con mi grupo, habían revelado una verdad incontestable: que el centro de nuestra galaxia es una especie de sumidero que engulle todo lo que gira a su alrededor, como ocurría en otras agrupaciones de estrellas en las que sí se había podido confirmar este extremo anteriormente. La posición de la Tierra en un brazo de la Vía Láctea dificultaba las observaciones en este sentido. Un ejemplo, aun en exceso pueril: si echamos una pequeña bola de plástico en un recipiente lleno de agua, y quitamos el tapón del fondo, la bolita dará vueltas alrededor de la boca del desagüe, cada vez más rápido cuanto más se acerque al epicentro, hasta acabar desapareciendo en su interior. Eso estaba pasando con algunas estrellas cercanas al núcleo de la galaxia. Estaban siendo engullidas.

Comprobamos también que el movimiento de nuestro sistema solar en su viaje a través del universo no es circular, sino que dibuja una especie de espiral, por lo que, a cada instante que transcurre, se encuentra más cerca del centro de la galaxia. Faltaban aún millones de años para que fuera ingerido por ese núcleo. Aunque, cuanto más se acercaba, con mayor velocidad giraba a su alrededor.

Este fenómeno provocaba un efecto anormal y en contra de todas las leyes físicas demostradas hasta la fecha: el tiempo también se aceleraba. Según todos los estudios confirmados, cuanto más nos acercamos a un gran cuerpo (agujero negro o sumidero), la incidencia de su fuerza de gravedad da lugar a que el espacio tiempo se dilate, originando justo el efecto contrario del que estábamos sufriendo, esto es, que el tiempo se ralentizaría. Es como colocar una sandía sobre una malla elástica: su peso hace que se agrande, se estire, y no que se encoja. No obstante, los días, aunque seguían durando veinticuatro horas, parecían más cortos. La percepción del tiempo estaba cambiando, y daba la sensación de transcurrir más rápido. Ese era el motivo de que no me diera lugar a terminar con las tareas de mi trabajo, que las noches volaran y yo no notara el descanso, que el mes que Slowton se encontraba fuera en el campamento de “Lentinia” pasara en un instante. El tiempo se aceleraba, lo que afectaba a nuestra percepción del mismo. Si observabas atentamente las manillas de un reloj, podías notar cómo el segundero avanzaba raudo en su vuelta circular y que, el minutero, y aun el horario, marchaban con más premura que hacía años. ¿En qué podíamos confiar ahora que las leyes de la física parecían haberse alterado en nuestro planeta?

Ocurrió que, tiempo después, cuando Slowton contaba con diez años (por mí habían pasado algunos más, al menos en su incidencia física), se comprobó que el territorio de ‘Lentinia’ se extendía hacia otros puntos de la Tierra: cada vez nacían más niños con la enfermedad. Y no sólo eso, sino que la enfermedad afectaba por igual a las plantas, a los insectos, a los animales en general… nada escapaba a la nefasta y progresiva ralentización.
Colgué el teléfono a uno de mis colegas que pertenecía al equipo científico que se ocupaba de ‘Lentinia’, y que me había desvelado, un poco asustado, esas noticias tan sorprendentes. Alarmantes, en realidad. Entonces empecé a encontrarme mal. Mi mujer estaba ausente, en el trabajo, y Slowton  se hallaba en la cocina, cogiendo un vaso para echarse leche, tarea que le podía llevar más de media hora. Le llamé preocupado… algo me pasaba, lo sentía. Tardó unos sesenta minutos en llegar hasta a mí (cada día que pasaba era más lento), justo a tiempo para presenciar que mi pelo encanecía repentinamente, mis ojos se hundían en mis cuencas, y mi piel se apergaminaba como la de un anciano.
Por alguna desconocida razón nuestra galaxia, en su periplo por el universo, había entrado en una región aberrante donde las cosas no funcionaban igual que antes, donde las leyes físicas habían cambiando. Comprendí, entonces, que Slowton no estaba enfermo. A él no le afectaría como a mí que el tiempo pasara más deprisa. Slowton y las generaciones de ‘lentinos’ habían sufrido una mutación, habían dado un salto evolutivo. Su metabolismo, lento en general, se adaptaría perfectamente a la aceleración del tiempo. Si el día duraba ahora diez horas, para él, y según su percepción, seguirían siendo veinticuatro. La raza de los normales, mi raza, estaba condenada a la extinción. Ahora, el mundo era de los ‘lentinos.

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