martes, 11 de junio de 2013

Nunca Jamás, Sergio Pérez-Corvo
Ilustración, Daniel Medina

Peter no era el más fuerte, ni siquiera el más listo, pero sin lugar a dudas, era el más cabrón de todos ellos. Tampoco ese era su nombre real, pero el muy hijo de puta había asumido su papel con una perversa perfección. James se asomó por el ojo de buey de la puerta y los vio, de pie y a oscuras en el pasillo, con toda su atención volcada en él. Hacía mucho tiempo que habían tirado el selecto uniforme del colegio. Ahora vestían con los trajes de la función, harapos que habían convertido en su nueva ropa, parcheada aquí y allá por las pieles de los animales que lograban cazar y con las que daban un aire siniestro a su vestuario.
Los niños gritaron con júbilo cuando una piedra surgida de la oscuridad reventó el cristal de la puerta en mil pedazos. James cayó al suelo, gritando de rabia y miedo, con la cara ensangrentada llena de fragmentos de cristal.
Comenzaron a reír. Presuntuoso sacó su armónica y empezó a tocar la espeluznante melodía que se había convertido en una clara invitación para que la muerte recorriera los pasillos de la escuela. James supo entonces que iba a morir. Tarde o temprano los niños encontrarían la forma de entrar.
Ahora esto era Nunca Jamás. Y a los Niños Perdidos no les gustaban los adultos.
-          Nunca le dejaremos ir, señor- dijo Peter – Todavía tiene que vérselas con el cocodrilo.
El cabecilla de los Niños Perdidos se agachó junto a la puerta y untó sus dedos en la sangre que comenzaba a formar un charco en el suelo de linóleo, después trazo gruesas líneas rojas en su cara e invitó al resto de niños a imitarle. Comenzaron a jugar, simulando ser indios que danzaban. Tras la puerta, James intentó no cerrar los ojos, mantenerse alerta para poder contenerlos, para evitar que entrasen, pero su vista se nublaba más y más con cada latido. Se estaba muriendo, lentamente, sobre el suelo. Deseó con todas sus fuerzas no estar allí, pero ya no había nada que se pudiera hacer. Era demasiado tarde. La oscuridad lo envolvió como una húmeda mortaja, y se encontró fuera de allí, a mil años luz de aquella asquerosa habitación.

***

Si tenías dinero en abundancia y querías que tu hijo acabase siendo alguien, tu elección era obvia. Conocida popularmente como “El pequeño Oxford”, la escuela para jóvenes talentos, Blueberry Fields, era el centro de enseñanza privada más prestigioso de toda Inglaterra. Construida en 1946 sobre grandes terrenos de la campiña inglesa y huyendo de las consecuencias de la gran guerra, Blueberry había sido el sueño utópico del magnate sir Mathew Roots, un sueño con el que pretendía educar a las mejores mentes del futuro para evitar que se repitiesen los errores del pasado. La escuela había formado a una gran cantidad de los más destacados científicos, escritores y políticos de Gran Bretaña desde su fundación. Considerar a la escuela elitista sería quedarse corto, aunque la realidad era que, cualquier con los contactos necesarios y el ánimo de aflojar una bonita suma en concepto de donaciones podría inscribir aquí a sus hijos.
James había sido el primer sorprendido cuando, tras terminar el doctorado en teoría de la Literatura y Literatura comparada, recibió la llamada de sir Adam Coolidge, el actual director del centro, para ofrecerle un puesto como profesor allí. El sueldo era demasiado tentador para un treintañero que pasaba el día fumando y bebiendo ginebra en un cuartucho de alquiler, escribiendo pésimos relatos en una vieja Underwood que se caía a trozos mientras soñaba con que algún día vería su nombre en las estanterías de las librerías. En principio el contrato sólo cubriría la temporada de verano, pero aun así suponía una oportunidad excepcional de promoción para un joven como él, por lo que, sin apenas titubear, acabó aceptando el puesto y se trasladó como profesor interno a los terrenos de Blueberry.
James se sintió impresionado la primera vez que la vio. La escuela dormitaba, como un gigante sombrío de otra época,  dominando un pequeño valle. Una gran verja rodeaba los terrenos, que incluían los dos grandes edificios en los que se impartían las clases, las dependencias de los alumnos, el edificio de los profesores y un gran pabellón deportivo con unas magnificas pistas de croquet. El complejo también incluía un lago donde se celebraba una competición anual de regatas, y extensos terrenos de bosque que constituían un coto de caza privado.
El lugar era realmente idílico, mucho más de lo que había llegado a imaginar. El trabajo había sido un golpe de suerte, iba a pasar el verano entero hospedado allí, encargándose de aquellos alumnos que permanecían internados incluso en vacaciones. Su grupo sería pequeño, apenas doce alumnos. Y bastante problemático.
Fue entonces cuando conoció a los Niños Perdidos. Sólo que aún no se llamaban así. Gran parte de todo había sido culpa suya. Suya y de la epidemia.

***

James abrió los ojos, asustado aguantó la respiración, tratando de captar algún sonido tras la puerta. Silencio.  Parecía que los niños habían acabado cansándose y largándose de allí. O están escondidos, esperando que salgas para echarse sobre ti. Con cuidado, despegó la camisa empapada de sangre de su abdomen y examinó la herida. La puñalada no era demasiado profunda. Rizos no había tenido la fuerza suficiente para hundir el cuchillo en su carne, y la hoja había resbalado sobre las costillas. El corte era feo, pero no tanto como había temido en un principio. Arrancó la manga de su camisa e improvisó un vendaje con el que taponó la herida. Con la boca apretada por el dolor consiguió ponerse de pie y se asomó con cautela por el ojo de buey.
Estuvo a punto de gritar. Bajó la cabeza, con el corazón latiéndole en el pecho con fuerza. Cerró los ojos y suspiró con fuerza antes de volver a incorporarse y asomar apenas los ojos por la abertura.
De pie en el pasillo, aún vestido con su raido traje de conejo, Avispado le saludó con la mano.
Ha dejado un vigilante. El muy hijo de puta ha dejado un vigilante, y el vigilante, como no, es Avispado. Sabe que, de entre todos ellos, al que nunca harías daño es a él.
 James se lamentó en silencio y volvió a sentarse en el suelo, procurando alejarse del charco de sangre.

Cuando llegó a Blueberry se había encontrado con el variopinto grupo de alumnos, todos ellos de diferentes edades, todos ellos internados aún en verano por diferentes motivos que solían tener un denominador común. Molestaban en sus casas. Sus padres tenían dinero suficiente para que otros criasen a sus hijos por ellos mientras se dedicaban a vivir sus vidas. Los niños  habían llegado a convertirse en un estorbo para ellos, en un lastre. Y estos lo sabían. Sentirse rechazados de esta manera sin duda había afectado al carácter de los niños, los cuales se mostraban retraídos, desconfiados y hasta incluso agresivos.
Al principio encontró hostilidad en ellos. No se fiaban de los adultos, y podía entenderlos. Le iba a costar un gran esfuerzo que acabaran confiando en él. Y el que más problemas tenía era Avispado.
Charlie era huérfano y se había criado con su abuelo, un estirado empresario, que se había encontrado en su vejez con la carga que suponía criar a un nieto de ocho años. No había dudado mucho en inscribirlo en Blueberry y olvidarse de él. El niño se sentía abandonado. Todo le daba miedo y tenía un pánico extremo a la soledad. Siempre andaba detrás de quien le prestase un mínimo de atención. Y ese verano, mucho antes incluso de que comenzaran a ensayar la obra de teatro, Charlie se había convertido en su sombra. Darle el papel de Avispado, el niño perdido más valiente de todo el grupo, había llenado de orgullo y confianza al chico. Recordaba con que ilusión había colaborado en la elaboración de su traje, y como había acabado adoptando este como si fuera su verdadera piel.
James observó la habitación. Corriendo a ciegas había acabado dentro del despacho de Henry Brandon, el profesor de matemáticas. Desde entonces habían pasado dos días completos y nada hacía pensar que la situación fuese a mejorar. No había comido ni bebido nada en todo ese tiempo, con los niños asediándolo a cada momento tras la puerta, exigiendo su rendición. Apenas se sentía con fuerzas para mantenerse en pie.
 Abrió los cajones del escritorio buscando algo que le sirviera como arma improvisada y frustrado tiró de ellos hasta estrellarlos contra el suelo. Nada. Se sentó en el mullido sillón y, resignado, se sirvió una generosa medida del whisky que reposaba sobre una bandeja de plata en la mesa.
Fue entonces cuando lo vio, sujeto a la pared con dos ganchos dorados.

Abrió la puerta y empezó a correr con todas sus fuerzas hacía el niño vestido de conejo, que se quedó mirándolo, asustado y con la boca abierta sin saber qué hacer, como un ciervo que, en mitad de una curva viera los faros de un coche abalanzándose sobre él. James sintió el peso del mazo de croquet en sus manos y, por una milésima de segundo titubeó. Avispado cogió aire y abrió la boca para gritar mientras manoteaba en busca de la pequeña hacha que colgaba de su cinturón. Entonces James golpeó con todas sus fuerzas en la cara del niño. El cuerpo salió volando y se estrelló contra la pared del pasillo con un sonido húmedo. Avispado se quedó allí tumbado, con la cabeza torcida en un ángulo extraño como si en lugar de un niño se tratase de un muñeco relleno de paja.  Su pierna derecha pataleó un par de veces y tras aquello  permaneció quieto.
James rompió a llorar. Ahora no tienes tiempo para esto. Muévete antes de que alguno de ellos vuelva. Ya has visto lo que son capaces de hacer. Si, lo había visto. Había visto como los Niños Perdidos acorralaban a Samantha, la cocinera, y la despedazaban a cuchilladas. No dudaba de que harían lo mismo con él si lograban darle caza, mucho más si veían el cuerpo de Avispado tirado en el suelo.
Sacudió la cabeza tratando de despejarse. Vale, estas fuera otra vez, ¿ahora qué? ¿Dónde cojones pretendes ir? Sabes que fuera está mucho peor que aquí dentro. Sí, pero fuera no estarían los niños. Tratando de no hacer ruido se dirigió a su habitación. Si no las habían cogido, las llaves de su coche aún estarían en la mesita de noche. Trataría de escapar de Blueberry. Luego tendría tiempo para preocuparse de la muerte que esperaba, sin duda, fuera de la escuela.
***
Debido a su aislamiento, las primeras noticias de la epidemia se les antojaron un serial radiofónico de ciencia ficción. De hecho, James llegó a pensar que algún bromista estaba emulando a Orson Welles, y su legendaria broma en la que, leyendo extractos de “La Guerra de los Mundos” de H.G Wells en los noticiarios, había conmocionado a la población de Norteamérica por completo haciéndoles creer que sufrían una invasión extraterrestre real. Ninguna persona cuerda podría aceptar que los muertos habían salido de sus tumbas y estaban atacando las principales poblaciones.
Y sin embargo, dos semanas después, fueron testigos de que el infierno caminaba entre los vivos.
Hicieron lo más lógico, intentad comunicarse con el exterior. George, el conserje había salido en la furgoneta con dirección a la ciudad en busca de noticias y había vuelto al caer la noche, delirando y contando historias absurdas. Apenas había encontrado a nadie, y entre los pocos supervivientes,  ninguno sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando. Unos hablaban sobre la guerra de los americanos en Vietnam y algo a lo que llamaban agente naranja, otros que había estallado una guerra nuclear con Rusia. Había incluso quienes hablaban de extraterrestres o de que al fin estaban viviendo el día del Juicio Final.
-Todo esto es culpa vuestra. Como siempre, los adultos rompéis todo lo que tocáis. Ojala pudiéramos ser como los personajes de la obra y no crecer nunca- sentenció con rabia quien ahora hacía llamarse Peter- Estoy seguro de que entonces el mundo sería un lugar diferente.
En aquel momento James había estado de acuerdo con la afirmación del muchacho, a la que incluso le había encontrado su lado poético. Fue entonces cuando les propuso algo que pensó que  ayudaría a los niños a superar la crisis, aunque ahora se daba cuenta de que la idea de la representación había sido tan buena como intentar apagar el fuego con gasolina y había caído en aquellos jóvenes abandonados como algo profético, como si todo aquello hubiera sido orquestado a modo de señal divina que guiase sus pasos.
Representarían  la obra “Peter Pan y Wendy”. La idea le había parecido genial. Tenía una docena de niños de cinco a trece años a su cargo en una situación bastante confusa y estresante. No dudaba de que tarde o temprano, lo que quiera que estuviese pasando en el exterior acabaría solucionándose pero mientras tanto tenía que hacer algo para distraerlos, para mantenerlos ocupados y evitar que la sensación claustrofóbica de permanecer en el interior del recinto no se hiciera insoportable. Que no los volviera locos, a todos ellos, él mismo inclusive. Así que les había enseñado el libro. Muchos conocían la película de Walt Disney que se había representado en los cines en la década anterior, pero el libro les pilló totalmente por sorpresa. Les propuso preparar la obra para  representarla en el gran salón cuando el resto de alumnos volvieran tras las vacaciones de verano. Además, somos justo el número de actores que necesitamos para que la obra nos quede perfecta, les había dicho, buscando entusiasmarlos, intentando evadirlos de la situación que se desarrollaba en el exterior.
Así, mientras cada día la noche les traía los lamentos de los muertos que ansiaban su carne tras las verjas de hierro de Blueberry, aquel grupo de niños desechados acabó convirtiéndose en los Niños Perdidos.
Joshep O´Neill, enorme para sus doce años, y siempre hablando del pelo que le cubría las pelotas, se transformó en Lelo, el más grande y noble de los Niños Perdidos.  Ralph Carter, con su exasperante armónica, se convirtió por elección obvia en Presuntuoso, el músico engreído. Los hermanos Dawson, Terry y Lucy, eran idóneos para el papel de los Gemelos, mientras que Amanda Stoods, su hermano Anthony, y el pequeño Heath Conelly completaban el trío de hermanos que componían John, Michael y Wendy Darling, los niños de la tierra que viajaban a Nunca Jamás guiados por Peter Pan y el hada Campanilla, interpretada por la bella pese a su juventud Lisa Mitchell.
Por último, los más mayores de todos ellos, los más problemáticos terminarían el plantel de la obra. Christian Doyle, con su mirada esquiva que hacía que se le encogieran los esfínteres y el miedo reptase como algo vivo por su espalda, daría vida a Rizos, el más problemático de los Niños Perdidos, que junto con el ya desaparecido Avispado, completaría la joven banda. Y como colofón, Albert Behram, el más mayor de todos, el más inteligente, sería Peter Pan.
Como era de esperar, sobre él recayó la tarea de encarnar al Capitán Garfio, el eterno rival de Peter y sus muchachos.
Los dos primeros meses la situación se volvió angustiosa. A pesar del empeño de James, los niños no conseguían centrarse en la obra de teatro, atormentados por recibir noticias del exterior, de sus casas. Sin embargo los teléfonos continuaban sin funcionar, y las noticias de radio se fueron espaciando más y más hasta desaparecer sustituidas por un anuncio ininterrumpido en el que el gobierno instaba a los ciudadanos a mantener la calma. Poco a poco, en el interior de Blueberry Fields,  el idílico mundo de Nunca jamás fue volviéndose una realidad tan vívida que terminó por sustituir al mundo real.
El detonante de la crisis ocurrió a mediados de febrero.  Laura Shipman, la Jefa de estudios cogió su coche y se marchó. La señorita Laura era una mujer con fuertes creencias cristianas. La situación la había afectado profundamente. Creía fielmente que el asunto de los muertos vivientes era un castigo divino para purificar el mundo de pecadores. Insistía con fanatismo en rezar durante largas jornadas, exhortando a los niños a seguir el camino recto de Dios, para que este, en su infinita sabiduría les concediera el perdón y los librase del Infierno que acechaba al otro lado de las rejas.  Pese a todo, una noche, cargó su coche con toda la comida y suministros que pudo transportar, robó todo el dinero de la caja fuerte del director y huyó en mitad de la noche, dejando la puerta de la verja abierta para que la muerte tambaleante entrase en los terrenos de Blueberry, sin preocuparse de nada más. Apenas llegó a recorrer un par de kilómetros antes de que los muertos se lanzaran sobre su coche y la hicieran salirse del camino. El coche dio varias vueltas de campana y se quedó quieto en la oscuridad. Los aullidos de la Jefa de estudios despertaron al resto de habitantes de Blueberry que observaron en silencio el fin de la mujer.
-          Nos han abandonado- sentenció Peter- otra vez.
Eso dejó a los doce niños, a George el conserje y Samantha, la encargada de las cocinas y al propio James como únicos pobladores de una hacienda enorme, sin apenas comida y con los terrenos del colegio infestados de muertos vivientes.
Cerrar las verjas otra vez costó tres días de duro trabajo y las vidas de dos de los muchachos. El precio a pagar había sido excesivo pero necesario. El ambiente del centro se volvió más sombrío a medida que los días transcurrían y la esperanza iba consumiéndose como la arena de un reloj que marcase el final de todo.
En poco tiempo  tuvieron que empezar a racionar la comida, que finalmente acabó desapareciendo, así como las velas, ya que la luz eléctrica dejó de llegar. La única solución consistió en organizar grupos que salían a cazar por los bosques de Blueberry para poder sobrevivir. Estos grupos a su vez se encargaban de ir eliminando poco a poco a los muertos que aún pululaban por los terrenos de la escuela. James había observado sin poder evitar estremecerse como los niños se empleaban en el exterminio de los muertos vivientes, llegando a considerar la purga como un juego siniestro en el que habían llegado a convertirse en auténticos expertos.
Sin embargo, la vida en Blueberry Fields no era fácil, y con frecuencia la muerte se cobraba su tributo de carne y sangre. Fue en aquel entonces cuando Presuntuoso empezó a tocar su siniestra melodía en lugar de hablar y Peter, y el resto de niños comenzaron a cambiar de piel, comportándose más como los personajes de la obra que como los niños que habían sido al empezar el verano. Una nueva piel que les hacía más fuertes, más duros, convirtiéndolos en habitantes perfectos del infierno en el que estaban viviendo.

***

James paró en seco y se permitió el lujo de respirar hasta que su corazón se tranquilizó. Había matado a un niño, pero por cruel que pudiera sonar, eso no era lo más importante ahora. Lo único que cuenta en este momento es que consigas salir de aquí. Si te pillan, estarás muerto. Tenlo muy claro. Ellos no tienen los mismos dilemas morales que tú. Te darán matarile mientras sonríen y bailan. Sentía el suelo frio donde las plantas de sus pies descalzos lo tocaban. Se los había quitado para no hacer ruido en el suelo de linóleo y ahora colgaban, atados por las cordoneras, sobre su pecho. La sangre goteaba de la herida que se había vuelto a abrir en su abdomen.
En silencio sopesó sus opciones. Sólo quedaban seis niños. ¿Sólo? Pedazo de idiota, ¿sólo? Se obligó a sí mismo a respirar despacio, intentó tranquilizarse. Si jugaba bien sus cartas todavía podría conseguir escapar de Blueberry.
Se asomó más allá de la esquina, estudiando las grandes escaleras de roble que llevaban al piso de arriba y que dominaban el gran salón. Y lo vio. Apoyado en la balaustrada, Lelo miraba al vacío, con sus ojos porcinos perdidos en el infinito. Confiado, dormitaba a ratos mientras se rascaba la entrepierna y se olisqueaba la mano. Junto a él, apoyado en la pared estaba el rudimentario arco de sauce que él mismo les había enseñado a fabricar y  con el que los niños le habían demostrado una pericia envidiable durante las cacerías diurnas en busca de comida. Miró con desesperación el mazo de croquet, aun cubierto por la sangre y el pelo de Avispado, que colgaba fláccido de su mano. Nunca conseguiría llegar a su habitación. Era imposible que lograse atravesar el salón sin que el gigante en miniatura reparase en él. Su huía terminaba, aquí y ahora.
-¡Eh Lelo! ¡Ven aquí un momento! – La voz de Rizos, rebotando en los pasillos vacios, le hizo estremecerse- Peter quiere que cojas uno de estos. Son demasiado pesados para nosotros pero Peter cree que tu si podrías derribar la puerta con uno.
El miedo le encogió los testículos y subió por su espalda como una mano helada que se aferrase a su nuca. Era ahora o nunca. Tenía que empezar a correr. No sabía lo que los niños estaban tramando allí arriba y tampoco le importaba, pero sí tenía una cosa clara. Sea lo que fuera que estuvieran haciendo allí, acabarían yendo a la habitación donde había conseguido encerrarse. Cuando vieran a Avispado roto en el suelo, cuando descubrieran que había escapado de la habitación, recorrerían todo Blueberry hasta dar con él. Había visto lo que eran capaces de hacer cuando se enfadaban, conocía  su  retorcido sentido de la justicia que no dudaban en aplicar cuando consideraban necesario. Como un recordatorio de todo aquello, aún sujeta al pasamano, la soga con la que los niños habían matado  a George el conserje, osciló, mecida por el viento que se colaba por las ventanas rotas del salón.

***
El principio del fin llegó en la primavera.
Como era de esperar, los ensayos de la obra habían desaparecido finalmente con el paso del tiempo. La radio acabó por dejar de emitir y los muertos se habían multiplicado hasta tal punto que parecían un mar de cuerpos en descomposición en continuo movimiento cuando se los miraba a través de las ventanas del piso superior de Blueberry. Cada vez era más evidente que no acudiría ayuda alguna. Estaban solos. Solos y abandonados a su suerte, convertidos en la más disfuncional y extraña de todas las familias imaginables.
A pesar de que habían conseguido cerrar las verjas en una de las primeras expediciones, los ocupantes del colegio tenían bastante trabajo con intentar conseguir la comida necesaria para sobrevivir. Estaban bastante ocupados en no perder la cabeza.
Entonces, una mañana, mientras todos desayunaban en el gran salón, Campanilla apareció tambaleándose, con el vestido desgarrado y la cara amoratada llena de golpes y contusiones. Cayó al suelo y allí permaneció estremeciéndose entre escalofríos mientras los residentes de Blueberry la rodeaban. La niña apenas podía respirar. Su cuerpo presentaba las señales de haber sido sometida a un castigo brutal. Bajo su cintura, una reveladora mancha de sangre se hacía más grande con cada latido de su joven corazón. Peter y Rizos cruzaron sus miradas. Tenían claro lo que había pasado allí, y tras un rápido recuento de los presentes en el salón, salieron corriendo hacia la zona de las habitaciones. Lelo, con su gran mole tambaleándose, trotó tras ellos.
James se limitó a permanecer arrodillado junto a la niña, con el corazón encogido y sin saber qué hacer. No alcanzaba a comprender como había sucedido esto. Por muy mal que estuviese la situación, nada justificaba la brutalidad de lo que aquí acababa de pasar. Examinó con cuidado el cuerpo de la niña y descubrió con pesar que las vejaciones que mostraba su cuerpo eran producto de varias horas de sufrimiento.
Transcurrieron menos de diez minutos hasta que la voz de los muchachos llegó desde el recibidor, llamándolos a gritos, convocándolos allí. James no alcanzó a oír el mensaje, pues la acústica de la gran sala distorsionaba las palabras de Peter. Aun así, el tono de este era jocoso, agresivo y provocador. Levantó a la niña del suelo y, apoyándola contra su pecho, siguió al grupo de niños que corrían por el pasillo, contestando a la llamada de su cabecilla.
Pese a que se temía lo peor, nunca hubiera estado preparado para la imagen que allí le recibió. Los tres muchachos estaban subidos en el rellano que daba acceso a la planta superior. Todos mostraban sonrisas de satisfacción y blandían porras que habían improvisado con las patas de los muebles, aún húmedas de sangre. George, el conserje, estaba entre ellos, apoyado en la balaustrada con esfuerzo para no desplomarse en el suelo, apenas consciente. Su ropa estaba hecha jirones, y aquí y allá aparecían manchas de sangre. Su cara se había convertido en una grotesca mascara bulbosa que guardaba poco parecido con el rostro de un hombre. El castigo de los jóvenes había sido rápido y brutal. Pero lo peor era la gran soga que, amarrada al apoya manos, rodeaba su cuello.
James depositó con cuidado a la muchacha sobre la alfombra y se quedó mirando a los niños. Sabía que tenía que decir algo, frenar toda esa locura, pero las palabras no acudían a su boca. Aquel monstruo había violado a la niña en repetidas ocasiones y sin duda merecía un castigo brutal. Pero lo que los chicos iban a hacer estaba más allá de toda razón. Era una locura injustificable. Sin embargo su boca continuó cerrada, seca y pastosa.
-Mirad amigos, mis hermanos, mis Niños Perdidos- clamó Peter- Esto es lo que los adultos hacen con nosotros. Han destruido el mundo, y ahora quieren destruirnos a nosotros. Este hijo de puta se aprovechó de su fuerza, de que era un adulto, ¡y miradla! –dijo señalando a la muchacha que agonizaba-Podría ser cualquiera de nosotros.
Los niños se giraron hacía Campanilla, la cual permanecía hecha un ovillo en el suelo, temblando. La sangre que manaba de entre sus piernas empapaba lentamente la alfombra. Aunque muchos de ellos no eran lo suficiente mayores para entender lo que había pasado, el dolor de la niña pesaba como una sombra oscura sobre el salón, llenando sus corazones de conocimiento y rabia.
-¿Y qué podemos hacer?- Peter continuó con su discurso- Aplaudid. Aplaudid todos si creéis en cuentos. Si no creéis en ellos, Campanilla morirá. –James se sintió enfermo ante la rabia con la que el niño citaba la obra- ¡Pues no! ¡Nosotros no seremos como ellos! Los Niños Perdidos cuidan de ellos mismos.
Peter paseó la vista sobre los niños, buscando su aprobación. Samantha, horrorizada ante la inminencia de lo que iba a suceder, salió corriendo en dirección a la cocina. Los ojos de Peter buscaron a James y lo recorrieron de arriba abajo.
-          ¿Y usted Capitán? ¿Vendrá con nosotros a Nunca Jamás?
James palideció. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? En el fondo de su corazón, una parte minúscula de sí mismo comprendía a los niños, pero sin lugar a dudas, no podía permitir que estos ajusticiasen al conserje. Buscó argumentos para convencerlos sin encontrarlos. Nada de lo que dijera, nada de lo que hiciera calmaría la sed de sangre de los muchachos.
-Entonces, esta noche, Peter Pan tendrá que hacer el trabajo del Capitán, el trabajo de un adulto. Profesor, ya que usted no quiere decir su frase, la diré yo… ¡Poned la tabla! –rugió.
Con esfuerzo, Rizos y Lelo cogieron al conserje por las piernas y comenzaron a levantarlo. Los niños bailoteaban de expectación, contagiados por la emoción y la rabia del momento. Sus risas y gritos eran ensordecedores. George, roto y medio muerto, apenas podía gimotear y se agarraba sin fuerza al pasamanos para evitar que siguieran subiéndolo.
-¡Parad! ¡Estaos quietos de una vez! -James corrió hacia el centro de la sala, agitando los brazos con furia.- ¡No podéis hacer esto! Lo encerraremos, lo meteremos en una habitación hasta que todo esto pase y podamos llamar a la policía, pero no podéis matarlo.
-¿Por qué no?- escupió Rizos con rabia- ¿Es que el no hubiera hecho lo mismo? Al final todos hubiéramos acabado siendo sus esclavos. Así es como funcionáis los adultos.
James no supo que responder. En cierta manera, los niños llevaban razón. Desde que ocurrió la catástrofe y habían sido conscientes de que el mundo se moría a su alrededor, George había actuado con un carácter agresivo y bestial. Era normal verle borracho, y frecuentemente, tenía accesos de rabia en los que se asomaba a la ventana e insultaba a los muertos, que indiferentes continuaban gimiendo hacía él. Tarde o temprano algo así iba a acabar sucediendo, por mucho que él se hubiera empeñado en no verlo.
Lelo y Rizos habían conseguido poner al conserje por fin sentado a horcajadas sobre el pasamanos. Junto a ellos, con gesto solemne, y simulando que el palo ensangrentado que llevaba en la mano era una espada, Peter hizo una reverencia a los niños.
-          ¡No lo hagáis, por Dios, no!- gritó James.
-          Yo no creo en Dios, profesor –respondió Peter Pan- Yo creo en las hadas.
Y empujó.
***
Primero escuchó la música. Apenas un segundo después sintió el impacto en el pecho y cayó al suelo. Algo ardía en su hombro izquierdo. Bajó la vista y vio el asta de una rudimentaria flecha sobresaliendo de su hombro. Un cerco de sangre crecía rodeándola y manchando su camisa raída. Unos cuantos centímetros más y todo se hubiera acabado¸ pensó con resignación.
La música sonó de nuevo, y James buscó en la oscuridad hasta encontrar su origen. Encaramado en una de las vigas que apuntalaban el techo, como si de una grotesca gárgola se tratase, Presuntuoso le saludó con una inclinación de la cabeza. Una media sonrisa en su cara le indicó que había estado allí desde el principio, acechándole, disfrutando con ello. El muchacho le guiñó un ojo y volvió a tocar su armónica. Apenas cuatro notas, lentas  y acompasadas, pero que se le antojaron tan pesadas como enormes losas de mármol que cayesen sobre él.
La segunda flecha se clavó en su estómago, muy cerca de la herida que apenas había logrado taponar. Gritó de dolor. Las carcajadas de Rizos llegaron desde la balconada en la que habían colgado al conserje. El arco aún vibraba en sus manos.
-Así que al final se ha decidido a salir –dijo Peter Pan con voz suave-¿Qué va a hacer profesor? ¿Está dispuesto a enfrentarse al cocodrilo?
El miedo y el dolor le sacudieron impulsándole. Sus músculos, rebosantes de adrenalina lucharon por ponerlo en pie. Si no se movía rápido, Rizos lo asaetearía sin piedad mientras todos ellos miraban. Avanzó un par de pasos y cayó sobre sus rodillas. El golpe se extendió por su cuerpo haciendo vibrar las flechas, que abrieron las heridas. Gritó y escupió sangre en el suelo. Con esfuerzo se alzó y avanzó a trompicones, buscando un lugar donde protegerse de las flechas, de las risas, donde pudiera esconderse y morir.
-Usted fue el peor de todos. Nos hizo pensar que era uno de nosotros. Nos engañó. Eligió crecer- sentenció Peter Pan- No hay lugar para usted en Nunca Jamás.
James continúo andando. Ya nada importaba, sólo andar, alejarse de allí lo máximo posible. Se concentró en colocar un pie delante de otro, delante de otro, delante de otro. Sintió un fuerte golpe en la espalda, pero el dolor se le antojó lejano, apenas lo sintió, como una voz que le gritase contra el viento y que apenas pudiera oír. Tardó unos segundos en entender que era aquella cosa puntiaguda que sobresalía por su pecho. Escupió sangre y continuó andando.
Apenas fue consciente del hecho de que los niños lo rodeaban, mirando solemnes su avance, como soldados de piedra que custodiasen el pasillo. Atravesó la cocina sin reparar en el gran charco de sangre sobre el que los niños habían matado a Samantha cuando el pequeño Heath había empezado a vomitar sangre sobre su cena y ellos habían descubierto que la cocinera había vertido cristal molido en la comida. La gorda mujer había gritado, insultando a Peter, llamándole Satanás, pero eso no había parado a los Niños Perdidos que habían dado cuenta de ella con sus cuchillos, mostrando la pericia de matarifes experimentados. James había tenido que huir para no correr la misma suerte. Había sido entonces cuando Rizos le había clavado su cuchillo en el costado y su sentencia de muerte quedó firmada.
La luz del día golpeó su rostro y sintió el cálido viento del exterior meciéndole. Alguien había abierto la puerta que daba al exterior, pero sus ojos no conseguían enfocar las figuras que bailoteaban a su alrededor. Con suavidad, una mano infantil depositó algo metálico en su propia mano. Sintió la dureza de las llaves de su coche que tintineaban con cada paso tambaleante que daba al exterior.
Sacudió la cabeza con fuerza y escupió varias veces. Se esforzó por enfocar la vista. Caminó sin pararse, como si las flechas que lo atravesaban, dándole la apariencia de un enorme y caricaturesco erizo, no fueran más que accesorios de un siniestro disfraz. Entonces entró en el coche y se dejó caer ante el volante con esfuerzo. Tuvo que intentarlo tres veces hasta que el motor tosió y el coche arrancó. El temblequeó de este le adormeció el cuerpo y agradecido se apoyó sobre el volante, descargando su peso en él.
Metió la marcha y el coche avanzó con suavidad. Con destreza, aceleró hasta que el vehículo alcanzó una velocidad considerable. Entonces, sin aminorar la marcha, se estrelló contra las verjas, que saltaron sobre sus goznes, abriéndose. Por un segundo atisbó las figuras de los muchachos por el retrovisor mientras escapaba de allí. Permanecían en grupo, vestidos con sus pieles de animales y despidiéndose de él con sus pequeñas manos.
-¡Es allí! ¡Justo allí, la segunda estrella a la derecha, y luego directo al amanecer!- gritó Peter Pan.
Y los dejó en aquel lugar, en esa tierra maldita de Nunca Jamás inundada de sangre, mientras el coche atravesaba las filas de muertos que, poco a poco y sin prisa, se cerraban sobre él.
Cerró los ojos y sonrió. Continuó conduciendo, al encuentro de su cocodrilo

No hay comentarios:

Publicar un comentario