viernes, 17 de mayo de 2013

Translúcidos, Luis Carbajales

Ilustración Carlos Rodón

   Elena siempre había creído ser especial. Veía cosas que nadie más veía, sentía cosas que solo ella era capaz de percibir. Debía de tener lo que se solía conocer como un «sexto sentido». Pero ninguna de sus experiencias había sido ni siquiera parecida a lo que sintió aquella noche.

   —Ven —parecía decir la voz en su mente. No era una voz exactamente, sino la representación pura de un deseo o un sentimiento. Como si su cerebro estuviera conectado directamente al de otro ser.

   —Te necesitamos. Hemos venido desde muy lejos, buscando gente como tú —así podría traducirse en palabras lo que aquella anhelante mente le expresaba. Elena vio, en la psique de su interlocutor, el espacio exterior, y una larga travesía en las vísceras de un gran animal translúcido, hasta llegar allí, a las afueras de su modesto pueblo.

   —¡Pero no puedo, no ahora mismo! —contestó ella, tratando de enviar sus propios pensamientos—. Mis padres no me dejarían salir de casa tan tarde...

   Elena era muy joven, tan solo tenía catorce años. La mente al otro lado la oyó, y pareció entristecerse terriblemente. La chica sintió su pesar, y se compadeció del ser.

   —¡Está bien! Esperadme...

   En silencio, se escabulló por la ventana de su casa, y huyó hacia el bosque, donde la esperaban sus misteriosos nuevos amigos.

   Juanito era un borracho. Todos lo sabían, y, en la vida cotidiana, nunca lo tomaban en serio. Sin embargo, en un día como aquel, nadie despreciaba sus esfuerzos por encontrar a la pequeña Elena, unido al resto de guardias civiles y a algunos hombres del pueblo.

   Se separaron, en el extenso bosque que rodeaba el pueblo. Juanito se quedó solo entre los árboles, acompañado únicamente por el zumbido de su radio, de la que, de cuando en cuando, surgían frases desesperanzadoras. «¿Nada aún?». «No, nada».

   A pesar de sentirse algo egoísta al pensar de aquel modo, esperaba ser él quien encontrara a la niña: así, todos dejarían de tomarlo por el pito del sereno, ¡era un guardia civil, coño! Haría honor a su uniforme. Sacó su petaca, y dio un trago de orujo para calentarse. Era otoño, ya empezaba a hacerse de noche, y el viento que mecía las ramas de los árboles era cada vez más frío.

   Mientras, distraídamente, devolvía la petaca al bolsillo de su chaqueta, escuchó un ruido, como si alguien hubiera pisado las hojas secas frente a él. Levantó la vista y se quedó congelado en el sitio, manteniendo una posición ridícula, con un brazo en el aire y el otro en su abrigo. Lo que vio parecía surgido de una delirante pesadilla etílica, pero joder, no estaba tan borracho, y estaba seguro de estar despierto.

   Ante él, una temblorosa masa blanca, translúcida e informe, se agitaba y ondulaba mientras terminaba de tomar una nueva forma: la de un hombre. Era, de hecho, bastante similar a Juanito, si teníamos en cuenta tan solo la silueta: se distinguía su fofa barriga, y sus carrillos hinchados. No tenía piel, ni ojos, ni huesos (la luz seguía dejando ver, vagamente, a través de él), tan solo era aquella sustancia viscosa imitando el aspecto de un ser humano, quizá reflejándolo de forma instintiva. En su interior parecía haber algo flotando, varios objetos difícilmente distinguibles desde el exterior, más aún a la distancia desde la que Juanito los miraba.

   La criatura se adentró en el bosque, corriendo extrañamente con sus nuevas piernas. Para cuando el agente pudo reaccionar, ya no tuvo forma de encontrarla. Trató de seguir sus huellas, pero, en cierto punto, desaparecían por completo. Quizá hubiera cambiado de aspecto de nuevo, y hubiera empezado a arrastrarse, o a volar, ¿quién podía saberlo?

   Los otros guardias civiles encontraron a Juanito sentado sobre la hojarasca, bebiendo de su petaca para pasar el susto. Creyeron que estaba como una cuba desde un primer momento, y su historia les terminó de convencer. Es más, empezaron a pensar que se había vuelto completamente loco.


   ¿Por qué lo tenía que haber contado? Ahora se burlarían de él con mucha más saña, cuando todo aquello hubiera pasado. Ya había empezado a notar las risitas a sus espaldas, de vuelta en el cuartel. En casa, de madrugada, Juanito se emborrachaba solo, lamentándose de su triste destino. Seguro que aquel ser era quien había secuestrado a la pequeña, pero nunca podría demostrarlo.

   Entonces, sintió la presencia dentro de su cabeza.

   —Ven —parecía susurrarle desde lo más hondo de su mente. Era como si le sonriera afectuosamente de un modo no visual, sino psíquico; sentía su calma y amabilidad, su deseo por compartir con él conversaciones y experiencias.

   —Nosotros sabemos que dices la verdad. No eres ningún loco. Para nosotros, eres especial. Queremos que vengas aquí, con nosotros y con Elena. Ella está bien.

   Así entendía Juanito los extraños pensamientos que invadían su cerebro, enviados desde algún lejano lugar.

   Sin duda, se trataba del hombre translúcido que se había encontrado aquella tarde en el bosque. Iría, sí. Vaya que si iría, pensó, mientras comprobaba la munición de su pistola. Se iban a cagar, esa cosa y sus amigos. Todos le creerían cuando les mostrara sus repugnantes cadáveres gelatinosos.

   Salió a toda prisa hacia el bosque, aún borracho. Sin embargo, la tremenda emoción parecía disipar la mayor parte de los efectos del alcohol según alcanzaba la maleza, ya fuera del pueblo. Caminó, incansable, hacia donde la «voz» le indicaba.

   —Te estamos esperando, estamos ansiosos por verte, ven.

   En su mente, sentía su cariñosa llamada. Casi tenía ganas de guardar la pistola, correr hacia esa cosa con una sonrisa en la boca y abrazarla con todas sus fuerzas, fuera lo que fuese. Pero se resistió: era su deber rescatar a la chica y acabar con esos bichos.

   Finalmente, lo vio. La brillante luna llena se reflejaba en su carne blancuzca y maleable, aunque no dejaba distinguir los detalles de los bultos en su interior. Su forma era la de un ser humano, la misma que Juanito le había visto adoptar hacía tan solo unas horas. Se alejó del guardia civil, perdiéndose entre los árboles, antes de que este pudiera alzar su arma. Lo siguió.

   Tras la vegetación, había un claro. Y en él, una enorme masa con forma de huevo, del tamaño de una de las casas del pueblo. Estaba hecha del mismo material que el hombre translúcido, y en su interior parecía haber unas cápsulas para albergar criaturas más pequeñas, además de una miríada de pequeños tentáculos, todo ello orgánico. Era el vehículo de los seres, y también su amigo, por lo que comprendió Juanito, gracias a los mensajes telepáticos que recibía.

   Junto al vehículo, a pocos metros del agente, el hombre translúcido se había reunido con su otro amigo, otra masa informe de tamaño humano. Ambos adquirieron, entonces, su forma natural, con la que se encontraban más cómodos. Eran similares a medusas, pero puestas del revés. La parte principal de su cuerpo era una esfera, del tamaño de un balón de playa, que se arrastraba por el suelo, y, sobre ella, numerosos tentáculos, de grosor regular y de punta redonda, se agitaban frenéticamente.

   Juanito disparó. La bala atravesó la carne de uno de los seres, el que hacía poco había tenido forma humana. Sintió sus diabólicas risas en su propia mente, burlándose de sus patéticos intentos de acabar con ellos. Entonces, uno de los tentáculos se alargó enormemente, y se enroscó en el tobillo del guardia civil. Tiró de él con la fuerza de varios hombres, haciéndole caer al suelo y arrastrándolo hacia el alienígena. Acto seguido, las viscosas medusas se abalanzaron sobre él, cubriéndolo de glutinosos seudópodos que lo sostenían por todas partes con increíble fuerza. Le amputaron la pierna por la rodilla, simplemente arrancándosela. Uno de ellos (ya no recordaba cuál era cada uno) se la introdujo en su esférico cuerpo, junto a los otros bultos. El organismo parecía absorber la materia sólida sin agrietarse o deformarse, probablemente debido a su gran maleabilidad. Era como introducir una galleta en un plato de fluidas natillas, que raudas volvían a cubrirla, recuperando su forma. La otra criatura se sirvió un antebrazo, del mismo modo.

   Entre gritos de dolor y terror, Juanito distinguió finalmente las formas que flotaban en el interior de las medusas, junto a sus propios miembros mutilados. Se trataba de pedazos de otro cuerpo, probablemente del de la pequeña Elena. La carne estaba corroída, como bañada en ácido: parcialmente digerida. La cabeza de la niña lo observaba sin ojos, con los hilillos de carne que salían de su cara destruida flotando y desgajándose en el interior de aquella masa mucilaginosa. Fue lo último que vio Juanito, antes de que le arrancaran su propia cabeza.

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