jueves, 14 de marzo de 2013

SOMBRAS EN KLOOGA

Ilustración: Kike Alapont

SOMBRAS EN KLOOGA
Sergio Fernández

Para Gael



17 de Septiembre de 1944.
Campo de concentración de Klooga.
Condado de Harju. Estonia.

El chico miraba a través de una rendija, producto del mal ensamblaje de dos de los tablones de madera que conformaban el refugio en el que convivía con el resto de los niños prisioneros del campo. Fuera, la lluvia caía con intensidad, aunque no era eso lo que más le preocupaba...
Se llamaba Linas y procedía del ghetto de Kaunas, en Lituania. Era demasiado pequeño para entender por qué lo trasladaron hasta el lugar en el que se encontraba, pero lo que sí sabía con certeza, era que ya no deseaba continuar más allí. Por eso se encontraba a punto de hacer lo que llevaba planeando más de diez meses. El pequeño Linas huiría de aquella cárcel esa misma noche.
Había dedicado gran parte de sus horas de sueño a cavar, bajo su camastro, un agujero en la fría y dura tierra con la única ayuda de una cuchara de madera. Conectaba directamente el interior del tugurio con el exterior, por debajo de los destartalados muros de madera del antro en el que dormía. Cuando amanecía cubría el agujero de dentro con una de las sucias mantas del catre, y el exterior lo camuflaba con rastrojos y matorrales que crecían junto al muro de madera.
Eso sólo significaba un paso más hacia la libertad. Solo un paso.
Así que se arrastró por el angosto túnel, y una vez que estuvo fuera, cerca del final del túnel, agazapado aún dentro, esperó a que la gran luz blanca, casi amarilla, pasara justo enfrente de él.
Ciento veintidós segundos. Ni uno más ni uno menos. Eso era lo que tardaba el foco de vigilancia en dar la vuelta completa al campo de concentración.
¡Ahora!
En el momento en que pasó de largo, el chico comenzó a correr de frente, directo a la alambrada, y mentalmente empezó a contar...
Uno, dos, tres, cuatro... cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta...
La alambrada. También había dedicado horas de trabajo en ella. Una vez que tuvo lista la cavidad que le aseguraba el paso desde el barracón al patio, había dedicado un par de semanas a aserrar el alambre que lo separaba del bosque y, algunas noches extra, a camuflar su obra. Al principio, aserraba un poco el alambre, daba un par de pasadas, desconfiado y con el miedo metido en el cuerpo y volvía al agujero. Los primeros días casi no avanzó nada, debido a los nervios y el pánico a ser descubierto. Cuando por fin pudo establecer la cadencia de paso del foco de vigilancia, todo fue mucho más fácil y su trabajo avanzó a pasos agigantados. Por suerte para el chico, Franz Von Bodman, el oficial del que dependía su sección sentía verdadera pasión por los muebles clásicos restaurados, por eso habilitó un taller de carpintería en el que él, Linas Sabonis, ejercía las labores de aprendiz, y ahí consiguió la pequeña sierra que utilizaba. Los soldados alemanes no eran demasiado observadores y no se fijaban en los detalles. Solo querían terminar la ronda de vigilancia cuanto antes y regresar al cuerpo de guardia, donde les esperaba el calor de las estufas de gas; afuera llovía con fuerza y hacia demasiado frío. Por eso nunca descubrieron que en la alambrada existía una pequeña hendidura en la que la parte aserrada solo se encontraba superpuesta...
Noventa y tres, noventa y cuatro, noventa y cinco, noventa y seis...
El pequeño llegó a la alambrada y con extremo cuidado para no hacer más ruido del necesario, separó la parte del alambre que tapaba la abertura que le permitiría salir al bosque. Sin prisa pero sin pausa, se coló por la pequeña rendija. Aún disponía de unos treinta segundos para adentrarse en la frondosa arboleda que, cada vez más cerca, le esperaba pacientemente. Estaba apunto de salir cuando notó que algo tiraba de su pie izquierdo hacia atrás. Los bajos de su desgastado pantalón se habían enganchado en uno de los filamentos de la cerca. Tiró con todas sus fuerzas para liberarse del inoportuno agarre; una, dos, tres y hasta cuatro veces, pero no había manera de zafarse. Recordó entonces que aún llevaba la pequeña sierra en el bolsillo, así que rápidamente la sacó y empezó a cortar el pantalón.
El foco seguía avanzando hacia su posición, cada vez más próximo. Por fin, después de hacer un buen corte en la tela, al dar un último tirón el enganche, cedió. Rápidamente se incorporo y comenzó a correr en dirección a la floresta, tan veloz como sus cortas piernas le permitían. Tan solo tres metros lo separaban del oportuno refugio formado por troncos, hojas y ramas cuando vio su sombra, magnificada gracias a la luz, en el embarrado suelo.
El foco había completado su acusador trayecto. Lo habían descubierto.
Las voces de alarma fueron inminentes y casi de inmediato también comenzó a escuchar los ladridos de lo que parecía ser una jauría de más de mil canes. Las piernas le flaquearon, convirtiéndose en mantequilla, víctimas del miedo y el nerviosismo, aunque el chico no dejó de correr. La luz de la luna se filtraba solo a veces por las copas de los árboles, pero era suficiente para permitirle ver donde pisaba; hubiese corrido tan lejos del sitio del que huía incluso aunque se hubiesen apagado todas las estrellas del firmamento y este se sumiera en la más absoluta oscuridad.
Cada vez escuchaba los ladridos de los perros más cercanos, y las voces de los soldados nazis sonaban cómo si estuviesen a su lado, gritándole al oído. Aun así, el chico no cejaba en su intento de escapar y corría, ya casi al borde de la extenuación; sus piernas eran demasiado cortas y su corazón, demasiado pequeño. No aguantaría mucho más...
Siguió corriendo durante un breve periodo de tiempo cuando, al cabo de un rato, el pequeño Linas notó que definitivamente su corazón no aguantaba más el ritmo al que había sido sometido. Las piernas le temblaban, las plantas de los pies le ardían e incluso le habían empezado a sangrar, debido a la escandalosa precariedad de su, ahora gastado, calzado. El chaval se derrumbó en el suelo, vencido. Arrastrándose, apoyó la espalda contra un árbol, y vomitó. Solo pasó un momento sentado cuando, a través de las lágrimas que inundaban sus oscuros ojos, vio a uno de los enormes perros acercarse lentamente hacia él, de frente. El can lo miraba fijamente y gruñía enseñándole sus fauces en una terrorífica mueca que parecía ser una macabra sonrisa de triunfo. Dio dos vueltas alrededor del muchacho, observándolo fijamente, y finalmente cogió impulso y se abalanzó sobre él.
Cuando despertó, había dejado de llover y el bosque había sido invadido por una densa niebla, que apenas permitía ver más allá de sus brazos extendidos. Tenía las ropas, la cara y las manos empapadas en sangre y el perro yacía justo enfrente de él, en el suelo, completamente destrozado. Se incorporó aturdido y sin saber que había pasado, cuando de nuevo comenzó a oír las voces y los ladridos de sus perseguidores. Al girarse, comprobó que los haces de luz de las linternas alemanas, se movían a unos sesenta metros de distancia, buscándolo entre la niebla. Pensó en quedarse allí, agazapado para ver si pasaban de largo, pero luego cayó en la cuenta de que los perros le olerían a él y a lo poco que quedaba ya de la bestia, así que de nuevo, comenzó a correr. Las hojas secas sonaban bajo sus pies rotos y al muchacho, aquel sonido le pareció el ruido más estridente del mundo.
Poco tardaron los soldados en descubrirlo y dejar de dar palos de ciego para concentrarse de lleno en dar caza a su objetivo. Las distancias entre el chico y los alemanes se iban acortando más y más. Sintió cómo dos de los perros corrían hacia él. Así que lo dio todo por perdido, y se preparó para el inminente final, cuando de pronto, una sombra menuda y oscura pasó justo a su lado. Seguidamente, a su espalda, oyó un crujido de huesos y el lamento de los perros, que solo duró una décima de segundo. Linas se paró de inmediato, se agachó y se quedó inmóvil en el sitio. No había ni rastro de los perros y la sombra que momentos antes le había salvado la vida tampoco se encontraba ahí.
Pronto distinguió dos luces entre la niebla, seguidas de las imponentes figuras que la portaban. Eran dos nazis. Uno de ellos le apuntaba con su pistola Luger mientras sonreía y mascullaba algo a su compañero en un idioma que al pequeño le resultaba del todo incomprensible. El otro, con el fusil M40 sobre los hombros, asentía mientras se le iba acercando lentamente, cegándolo con la linterna. El alemán que se encontraba en la retaguardia gritó de repente y su cuerpo salió despedido hacia arriba, rozando las copas de los altos arboles, para caer nuevamente al suelo, despedazado. El otro estalló en mil pedazos, ante los ojos del pequeño prófugo, salpicándole el cuerpo nuevamente de sangre y vísceras. Asustado y confuso, nuevamente con lágrimas de terror en los ojos, el chico se levantó y continuó su carrera, presa del pánico. Detrás suya sólo podía oír los gritos de agonía y pavor de sus perseguidores, los ecos de la violencia de sus brutales finales.
De repente, Linas se encontró en un claro en mitad del bosque. Justo en el centro se ubicaba un pequeño refugio de cazadores construido en recia madera. El chaval subió los tres escalones que lo separaban de su inesperado refugio y se adentró en la casa. En el interior sólo encontró un sencillo catre, una mesa y un par de destartaladas sillas. El olor era nauseabundo, casi irrespirable; sobre la mesa se encontraban varias piezas de animales despedazados, en avanzado estado de descomposición y herramientas de despiece con las hojas teñidas de negro, cubiertas de sangre seca. Las moscas se habían adueñado de aquél espacio de la estancia. El muchacho se acurrucó en la esquina más alejada del tablero, y escuchó.
Afuera sólo reinaba el silencio y los primeros rayos de sol empezaban a entrar tímidamente por los sucios cristales de las ventanas. El chico se dejó atrapar por el cansancio y la extenuación y, poco a poco, empezaba a quedarse dormido, cuando de pronto, algo golpeó la puerta con inusitada potencia. Linas se apretó con fuerza a la esquina en la que se encontraba, como si quisiera atravesar la pared, y sus ojos se llenaron otra vez de lágrimas.
Otro golpe, esta vez más fuerte.
Ruido de pasos alrededor de la casa. Las confusas sombras, incorpóreas, se asomaban a las ventanas, para volver a desaparecer.
Nuevamente, silencio.
De repente, la robusta puerta crujió para al instante reventar y convertirse en millones de finas astillas.
En el umbral, la figura de un enorme lobo lo miraba, inmutable. Linas podía ver el bosque a través del animal, y se dio cuenta de que la silueta era translucida, como formada por humo y sombras. Con parsimonia, la fantasmagórica bestia se plantó justo en el centro de la estancia. Lentamente y de manera gradual su contorno comenzó a mutar, transformándose en la silueta de algo mucho más familiar para el chico, algo que no había echado en falta desde que se adentró en el profundo bosque...
Su propia sombra.

1 comentario:

  1. Ummm, me ha enganchado la trama, he seguido el hilo, curiosa, quería saber quién era la bestia que ayudaba al niño. El final me ha dejado buen sabor de boca. ¿Esta era la verdadera sombra que perdió Peter Pan? Me gusta, Sergio...

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