sábado, 16 de febrero de 2013

El último domingo (2/3)


DIÁRIO DE MARTA ALCOCER
Zaragoza a 09 de Febrero de 2014. Domingo. 07:09 am.


Llegué a Ramiro I de Aragón. Donde vive mi tía Marga. Junto a su portal está la papelería de Pepe y entré a por unas chuches, mientras iba eligiendo de entre los tarros me llamó la atención el titular en letras enormes del Heraldo de Aragón

MASACRE EN ZARAGOZA: [tres trabajadores de FOCSA mueren descuartizados al ser atacados por un grupo de individuos mientras realizaban sus labores nocturnas de recogida de basuras]

Salía una foto del camión de la basura lleno de salpicaduras de sangre. Me asusté y se me revolvió el estómago. Pero no quise comentarle nada a Pepe, no tenía ganas de pensar en aquello y me lo saqué de la cabeza. Al salir con la bolsa de chuches en la mano sentí mucha pena por ellos, pero acababa de decidir que nada me iba a fastidiar mi primera mañana de trece añera.  Pasé de tocar el timbre de casa de mi tía, eran las ocho y veinte. Y a esa hora siempre estaba en la terraza haciendo sus ejercicios. Aunque hubiera cinco grados bajo cero, o estuviese el mundo yéndose al carajo. Como siempre decía. La vi haciendo pesas con un maillot de manga larga negro bien ajustado a su cuerpo, sólo de verla me sobrevino un escalofrío. “Está como una cabra” pensé riéndome yo sola. La saludé con la mano, ella me devolvió el saludo acompañado de una enorme sonrisa. Seguí caminando y la escuché decir algo a voz en grito, pero pasé de ella por completo. Continué andando aun más rápido. Mi tía es de temer cuando está en plena sesión deportiva, y no tenía ganas de ponerme a hacer gimnasia. ¡En el día de mi cumple! ¡¡Ni loca!!
“Una vez nos llevó a mamá, a Clara y a mí hasta el parque José Antonio Labordeta haciendo footing. Y casi nos mata de la paliza. Luego allí  para hacer tiempo hasta la hora de comer, jugamos al ajedrez, y nos ganó todas las partidas. Durante la comida mamá se enfadó con tía Marga porque no paraba de soltar tacos delante de nosotras. Así que nos volvimos en autobús. [A mi me parece que fue una excusa para no volver andando. O aun peor, otra vez haciendo footing]. De lo que más me acuerdo, es de la semana que estuve con agujetas”  
Al llegar a la zona de vías muertas de la estación, detrás del Augusta, me acerqué al agujero que descubrimos el verano pasado, en una verja metálica de las que delimitan el recinto por el lado que da a la zona de carga y descarga del centro comercial. Estaba medio oculto tras unos matorrales, ahora secos y más fáciles de atravesar. Me di prisa en entrar. Clara me había metido en la cabeza que no era conveniente que nadie nos viese colarnos en el cercado. Me deslicé por el pequeño orificio y debí levantar mucho el culo, porque me quedé enganchada por el cinturón, en unos hierros que sobresalían en el vallado. Al intentar [y conseguir] soltarme, me arañé en el dorso de la mano derecha. Me dolió muchísimo y aunque no lo recuerdo ahora, debí soltar alguna de esas palabras que si me las oye mamá, se me cae el pelo.

Una vez dentro noté que se hizo como un vacío en el aire, y sentí una fuerte presión en el pecho. El silencio era general, tanto que no se escuchaban ni los pájaros que a esas horas solían estar alborotando de un lado a otro. Me até un pañuelo que llevaba por ahí, a modo de apaño para el corte. No era muy profundo, apenas sangraba. Me pareció muy raro, pensé que si no sangraba, pues mejor. Lo achaqué a la carrera de antes y al frio que hacía. Me limpié las lagrimillas que se me habían escapado por el dolor, comencé a caminar con paso decidido al interior del recinto. Solamente me interesaba pasármelo bien.

La zona de los vagones fantasma estaba pasando el edificio principal de talleres. Y otro viejo edificio rectangular de tres plantas. Con marquesinas a ambos lados. De aspecto abandonado, con ladrillos rojos y un aire sombrío y triste. Que  debió ser una estación intermedia años atrás. El oxidado reloj estaba parado a la una y tres minutos.  Las seis ventanas y las dos puertas inferiores estaban tapiadas y llenas de graffitis artísticos medio borrados por firmas horteras y feas. Parecían cuadros colgados, abandonados, en una galería desahuciada. Curiosamente en las paredes no había ni una pintada. Las ocho ventanas de arriba eran alargadas y en línea. “Siempre me parecieron como la dentadura de un abuelo, estaban; una rota y otra entera, dos rotas y otra buena”.

Papá se pone muy pesado con lo de que no nos acerquemos a jugar por las vías, que por allí iban hombres malos y podía ser peligroso. Esa sensación de riesgo era lo que más nos molaba a Clara, a Eva y a mí, y la verdad es que nunca habíamos encontrado a nadie. Ni por el edificio, ni en los vagones. [Bueno a algún trabajador, pero siempre nos escabullíamos] Nos gustaba sentarnos en los viejos asientos e imaginar que viajábamos a lugares lejanos y maravillosos. Me fastidiaba que ni Clara ni Eva vinieran esa mañana y la verdad es que yo había salido muy pronto pero me daba igual, estaba impaciente y necesitaba aventuras. El hermano de Eva [también aficionado a los trenes] nos  dijo que esta semana habían traído trenes “nuevos”. Tres regionales de los conocidos como “Tamagochi” modelos TRD. Serie 594. Fabricados por CAF, en el año 1997. Con 124 plazas repartidas en dos vagones por tren, aunque se podían empalmar más. Se fabricaron para RENFE 23 unidades y tres de ellas estaban allí mismo, al alcance de mi mano. Me moría de ganas por investigarlos.

Me había puesto el pantalón de nieve rojo que era el que me daba igual ensuciar, y el plumas verde con el maldito Bob Esponja estampado en toda la espalda que me regaló tía Marga las navidades pasadas. Feísimo, pero abriga de verdad. Me había encasquetado la capucha del plumas y parecía un TeleTubby en versión flaca. Me veía ridícula pero iba calentita, y yo siempre digo que lo práctico es lo mejor, aunque te destroce la vista. Eso sí, mi camiseta de “Johnny Deep en Eduardo Manostijeras” no podía faltar, debajo claro, del polar gris del Decathlon.

Llevaba un buen rato buscando los “Tamagochis” que según Tomás estaban al final de la vía dieciocho. Pero por allí no vi ninguno, aunque claro la meteorología no me ayudaba mucho. Estaba ya cansada de dar vueltas y la cara me dolía de frío. Me rondaba por la cabeza irme para casa cuando los vi apareciendo por entre la niebla. Eran grises y blancos, de reluciente chapa, con las ventanas ribeteadas en rojo, que con el paso de los años presentaban un apagado color ocre. Sin pintadas ni firmas y con todos los cristales enteros. Contrastaban muchísimo con las ruinas oxidadas de los otros vagones que yacían alrededor. El apagado color gris del cielo, del suelo y hasta la extraña niebla enmarcaban a esas moles metálicas, que mudas se dejaban morir arropadas en la mortaja del invierno Zaragozano. Me puse a  correr hacia ellos. Loca de ganas de meterme en uno para estar más calentita y poder investigar todo ese territorio inexplorado. 

Al llegar junto al primero intenté abrir la puerta del primer vagón pero estaba cerrada. Le di con fuerza pero nada, no se abría. Pensé que ese se lo dejaría a Tomás que con sus diecisiete años y su gordura seguro que podría abrirlo. [Eso sí le quedaban fuerzas después de todas las pajas que se hacía. Porqué según me contaba Eva, estaba todo el día dándole al manubrio. Me reí al recordar lo mucho que nos metíamos con él a sus espaldas] y volví a echar de menos no estar con ella y con Clara, las tres mosqueteras siempre en busca de aventuras y tesoros. 
Cómo quiero a esas chicas

En el segundo vagón gris y blanco del primer tren, me volvió a pasar lo mismo, me estaba empezando a enfadar, no entendía por qué la compañía ferroviaria cerraba los vagones. Si total ahí se quedarían hasta que se cayesen de viejos y de herrumbrados por el sol, el cierzo, la lluvia y la humedad del invierno. Eso si antes no eran destrozados por las bandas de raperos que pintarrajeaban todo y se hacían los dueños hasta que se cansaban, y entonces nosotras apenas podíamos encontrar tesoros que mereciesen la pena. Miré en el segundo tren y estaba igual, cerrado a cal y canto, así que decidí probar en el tercero y si no se abría me iría a ver a Eva, ya pasaban de las nueve y media. Tomás ya se habría levantado y encerrado en su cuarto con el portátil para una nueva sesión de machaqueo.

Probé en la primera puerta del último tren, y cómo no, cerrada. Así que con mis ánimos de exploradora por los suelos me fui a la del final pensando en la horrorosa mañana que estaba resultando y que venirme sola a la vieja estación de carga, había sido una decisión pésima. La primera decisión tomada con los trece años, había resultado la primera cagada de los trece años. Me caía la moquita y me estaba congelando de verdad, la humedad del suelo embarrado me empapaba las botas por dentro, y pensé en que me tenía que haber puesto las nuevas. “Pero estas son más cómodas”.

Según me acercaba a la puerta del final del vagón me fijaba en las gotas de condensación que resbalaban por los cristales de las ventanas, y me parecieron las lágrimas de amargura de un ser abandonado a su suerte en aquél cementerio de monstruos de hierro. El barro y la suciedad se amontonaban por debajo del  descartado aparato, desde su panza se escurrían churretones de agua sucia que caían al suelo tintineando tétrica y desacompasadamente, formando una melodía fantasmal y apagada.

Devolví la atención a las ventanillas, sobre todo, a los marcos metálicos, en como brillaban las cuatro láminas atornilladas que remataban cada cristalera. Me sentí prendida por la fría belleza de esas cajas metálicas. Ideadas para transportar vidas, en un infinito transitar por todo el país. Personas anónimas que viajaban sus sueños, pasiones, odios, anhelos, esperanzas y desazones de un lugar a otro. Ese pensamiento me conmovió profundamente, y me volví a plantear en serio la promesa de comenzar de una vez por todas, la colección de miniaturas ferroviarias. Y para eso tendría que reordenar toda la habitación; seleccionar, clasificar, etiquetar, limpiar y bajar al trastero todo lo que al final termine por desechar. Estaba pensando en lo aburrido y agotador que iba a resultar todo aquél lio, cuando percibí movimiento tras la cuarta ventana. Era la que más limpia parecía y aun así estaba tan sucia que no pude apreciar que era lo que se había revuelto al otro lado. Se me hizo rarísimo que hubiese alguien adentro. La posibilidad de que precisamente la última puerta que quedaba por comprobar, fuese la que se podía abrir, me hizo sentir un poco estúpida. Me quedé quieta justo enfrente. Observando, intentando entrever algo por el mugriento cristal. Me sobresalté al apreciar otro movimiento, tan breve como el anterior. Esta vez me pareció una persona, pero tampoco estaba muy segura. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Un enorme perro vagabundo? ¿Un monstruo del infierno devorador de niñas curiosas? ¿Un asustadizo fantasma?... O simplemente un mendigo; sucio, calvo, tripón y con los dientes todos negros. Ésta opción era la más lógica, aunque claro, no podía estar confiada, no podía acercarme a la puerta, abrirla y entrar, no sin antes asegurarme de qué era lo que se removía ahí adentro. Así que no me moví de donde estaba, solamente me remonté en una piedra para no estar quieta sobre el barro. La figura tras el cristal pareció acercarse a la ventana, se movía muy despacio. Borrosa y todo no me cupo duda de que era la forma de una persona y parecía observarme a la vez que se movía, leve y acompasadamente. Escuché un seco y prolongado gemido, ¿quejido? y la  sombra desapareció de la ventana. Entonces comencé a inquietarme de verdad. Estaba claro que había un individuo ahí metido y que se comportaba de forma extraña. El instinto me decía que me fuese lo más rápido posible, pero la curiosidad me anclaba sobre la enorme piedra en la que estaba subida. 

-¡Oiga! ¡Señor! - Le grité. Pero el hombre no contestaba, se asomó de nuevo, para quedarse estudiándome fijamente, comenzó a moverse al mismo ritmo acompasado de antes, como si no cesara de cambiar el peso y el equilibrio de una pierna a la otra. Pegó más la cara al cristal y pude ver unos ojos opacos que me observaban con mirada pervertida. Malvados. Sin alma.

Repentinamente comenzó a llover de nuevo, como para limpiar el miedo que comenzaba a sentir. Cerré los ojos y levanté la cabeza para sentir las grandes gotas, precipitándose a peso muerto sobre mi cara, que estaba tan congelada que casi las noté cálidas y suaves. Me relajaron muchísimo y  fortalecieron mi ánimo. Decidí hacer tres cosas. La primera, fue dejar la mente en blanco, para apreciar lo más intensamente posible aquél regalo del cielo. La segunda, fue abrir los ojos, con la intención de admirar el desplome de las gotas, resbalando desde las nubes para caer sobre mí. La tercera y última decisión que tomé en ese momento, fue la de sacar la lengua para atrapar toda la lluvia que pudiera en la boca, y así conseguir refrescarme y paliar algo la sed que sentía. Cuando tenía a medio curar la sed, comenzó a caer con violencia, como una cascada, que golpeaba sin cesar sobre mi piel. Me relajé tanto que me olvidé por completo del mundo, de mi cumple, de mi familia, de mis amigas y hasta del individuo que estaba dentro del vagón. Sumergiéndome en Martalándia durante unos segundos, abstrayéndome por completo.

Hasta que un sonoro golpe metálico me devolvió al mundo real. De improviso se abrió la puerta del vagón. Me caí de culo del susto a la vez que veía a un hombre vestido con un sucio pero planchado traje oscuro, camisa blanca y pajarita, parecía un camarero. Salió corriendo en dirección opuesta a mí. Trotaba como un chiflado, como una marioneta movida desde los hilos del titiritero. Levantando mucho los pies, haciendo extraños movimientos con los brazos y soltando extraños sonidos guturales. Me quedé de piedra mirando con cara de boba la carrera de la desgarbada figura. Se dirigía hacia un túnel que estaba a unos setenta metros, cuando a mitad de camino un denso girón de niebla surgió de entre el suelo, justo frente a él. El hombre detuvo la carrera y siguió caminando lentamente, ahora arrastraba los pies con desgana, los espesos girones que emergieron tras el primero comenzaron a arremolinarse por sus piernas como si fuesen un gato zalamero. Antes de que diera seis pasos lo envolvieron y desapareció entre las brumas. Caí en la cuenta de que cómo narices había niebla si estaba lloviendo con ganas. 

El frío que me venía desde el culo me impulsaba a abandonar esa posición, pero el sentido común o si se quiere el instinto de quién se sabe una presa fácil, me dejaron ahí sentada por un buen rato. Temía que aquél pintoresco tipo apareciese de nuevo a través de la niebla. Me intentaba convencer de que no era un mal hombre, de que no llevaba malas pintas ni nada, además, ¿a un mamarracho así, qué narices le podría interesar de una niña como yo? Se me pasaron por la cabeza varias opciones a mi pregunta, cada una de las cuales más turbadora e inquietante que la anterior. Me horroricé al darme cuenta de que me estaba imaginando unas escenas tan crueles y retorcidas, que pertrechadas sobre mí misma, dejaban claro que me había visto demasiadas pelis de terror. Aquello parecía ser más una respuesta a mi especulación mental, que un ataque repentino de locura. Intenté desechar  con todas las fuerzas aquellas imágenes que asaltaban mi cerebro, mi alma y mi ánimo.  Luché y luché contra aquella monstruosa violación de mi mente, hasta que poco a poco se fueron debilitando, conseguí que se fuesen del todo, o se fueron por sí mismas, no lo sé.

En ningún momento aparté los ojos de la niebla, al principio por miedo a que regresara el tipo y luego, la verdad, es que me quedé pillada mirándola, como hipnotizada, casi sin parpadear. No sé el tiempo que estuve así, pero debió de ser bastante. Aproveché ese instante de tranquilidad para recuperar el resuello y la determinación, tras el sobresalto y las inconfesables visiones, me había quedado hecha polvo. El corazón y la respiración fueron retomando su ritmo habitual y ya no me sentía tan indefensa, la niebla se iba alejando y con ella mi angustia. 

Tomé una gran bocanada de aire que solté lentamente por la nariz, así cinco veces, como me había enseñado Clara. Y la verdad es que funcionó y conseguí relajarme, eso sí. No le quité ojo a la condenada niebla hasta que se evaporó sin dejar rastro alguno de su existencia, ni de la del extraño tipo. Me levanté torpemente, sacudiéndome la ropa. Estaba algo entumecida de cintura para abajo, sin hablar del trasero, que se me había quedado totalmente insensible por el frío, lo que casi agradecí, por la enorme mojada que llevaba en todo el culo. Me sorprendí pensando en que aquellos pantalones pedían a gritos un cubo de basura. Necesitaba con urgencia entrar en calor, le eché una mirada a la puerta abierta, que era como una invitación a la comodidad y al calorcito del interior, pero me daba repelús meterme en el vagón. ¿Y si quedase alguien más ahí dentro? ¿Pudiera ser que el mamarracho no estuviese solo?

Podría ser, aunque debido al desarrollo de los acontecimientos, resultaba bastante evidente que dé haber estado alguien más en el interior, habría dado señales de vida a estas alturas, algún ruido o alguna sombra tras las ventanas. “¡Qué demonios!” me dije. “O me meto ahí ahora mismo, o me da un patatús del frío y me quedo aquí tiesa” Así que sin demasiada convicción me dirigí hacia la puerta, pensando que era una tonta de remate y me reí yo sola de lo ridícula que había sido la culada. Aquél hombre, “un mendigo seguramente” salió por patas al verme y posiblemente, creer que mis padres iban conmigo. Iría buscando un sitio más seco que el túnel donde resguardarse. Me detuve ante la escalerilla cubierta de barro y curiosamente no vi ni una huella de sus zapatos. Pensé en que había dado un buen salto antes de echar a correr de aquella ridícula manera. Eché otra mirada alrededor, y pude ver varias manchas sobre el suelo. Que se iban difuminando bajo la lluvia. Eran como si aquel hombre llevara una bolsa agujereada y llena de grasa, aceite o algo así.

Recordé lo que tía Marga me dijo una vez… “tú eres una aventurera, y en eso has salido a mí, no cabe duda”. Acababa de salir de la ducha y se estaba echando crema por todo el cuerpo, tenía unos músculos increíbles para su peso y complexión. “Eres una chica intrépida, arrojada, apasionada e inquieta intelectualmente. Y también muy observadora y analítica”. Se recogió la larga melena negra en un moño y esbozó una sonrisa picarona. “Cómo yo”. Se acercó a mí, y cómo era su costumbre se agachó un poco para estar a mi altura y mirarme a los ojos. Al hacerlo casi me da con las tetas en la cara. “Pero quiero que tengas muy presente que si vas en busca de aventuras, corres el riesgo de encontrar más de las que deseas. Jovencita. Eres demasiado curiosa y la curiosidad es una mala compañera de aventuras. Si no la acompañas de una fuerte carga de responsabilidad”. Me apretó la nariz entre dos dedos, a sabiendas de lo que odio que me hagan eso. Aparté la cara con un mohín. Se incorporó de nuevo y casi me da otra vez. “Te estás convirtiendo en una mujer, pero aún eres una cría, bastante irresponsable y lanzada. Creo que ya sabes a lo que me refiero. Marta”. Me dijo en tono muy serio y solemne, mientras se rascaba una teta. No pude más que echarme a reír. La tía Marga se empezó a partir de la risa conmigo mientras a duras penas me decía… “No sé cómo te las arreglas, cacho perra, para descojonarte viva cada vez que te hablo en serio. Pedazo de cabrona”.

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