viernes, 30 de noviembre de 2012

BIZARRE BAR & COFFEE

BIZARRE BAR & COFFEE
Juan Vicente Briega González


  La canción de Mumford & Sons llega a su fin en el iPod cuando el autobús realiza la parada obligatoria de cada viaje. El chico se levanta de su asiento agradeciendo dicha parada porque quería, perdón, necesitaba un cigarro.
  Nada más bajar del autobús, el frío se hace un hueco en sus huesos y el chico se encoge de hombros refugiándose en la cafetería. Se sienta en la barra y pide un café con leche, tras aceptar la negativa de la camarera a servirle un Machiatto, ya que ni siquiera conocía la palabra. El chico mira por la ventana mientras espera el café; observa al hombre de negocios, gordo como un león marino que se sienta a su lado en el autobús, bajar con dificultad del vehículo y apoyarse en una pared cercana para coger aire, luego saca el móvil y llama a alguien. Unos segundos después, bajan la madre y el niño que ocupan los asientos de atrás. El maldito niño que ha estado todo el camino dando pataditas en su asiento, y que le saca la lengua cuando pasa frente a él. El chico sonríe, casi sumiso. 

 
  Cuando la camarera, tras tomarse su tiempo, llega con el café, el chico le da las gracias, y echa el azúcar suficiente como para asesinar aquel sabor a café rancio. Después, se queda mirando las noticias: mujeres maltratadas, deshaucios, un gol en el último minuto y lluvia para mañana. Nada nuevo.
  Mientras el chico apura las últimas caladas de su cigarrillo, la puerta de la cafetería se abre, y lo que tras ella entra, es digno de verse: un hombre con unas botas de piel de serpiente, con vaqueros negros de pitillo subidos hasta más allá de la cintura, con cinturón cuya hebilla es una guitarra, una camisa negra metida por dentro del pantalón, y tras las enormes gafas de pera, una delgadísima cara con unos ojos diminutos y un palillo en la boca para terminar de describir a la perfección lo extraño, hortera y adictivo del personaje en cuestión. El tipo, que parece sacado de una película de Wim Wenders, se dirige con sus andares chulescos a la barra y pide una cerveza "bien fría". La camarera se la pone de inmediato y el hombre le guiña un ojo, luego se da la vuelta, apoya los codos en la barra y mira sonriente al resto de gente en el local. Tras revisar una a una cada alma, fija su mirada en el chico que apaga su cigarro y termina su café, mientras mira las noticias. "Ese parece interesante", piensa, y se dirige, cerveza en mano, a la mesa del chico.
  Cuando por fin llega a la mesa, se sienta sin preguntar, y mira al chico esperando una respuesta. El hombre suelta una carcajada, da un largo trago a su cerveza, la deja en la mesa de golpe, salpicando al chico, y tras esto suelta un enorme eructo, que hace que toda la cafetería se gire entre indignada y sorprendida. El hombre los mira orgulloso, y entonces empieza hablar: "Buenas noches". No obtiene respuesta; "buenas noches" repite. Nada. Vuelve a sonreír y da un puñetazo en la mesa que hace que todos se giren de nuevo, "he dicho buenas noches". El chico, que no tiene ganas de gresca, se dispone a levantarse de la silla, cuando el hombre lo agarra por el brazo y lo mira fijamente, "¿vas a algún sitio?" le pregunta; el chico por fin rompe el silencio: "mire, no tengo ganas de jaleo", a lo que el hombre, sorprendido, y soltando una enorme carcajada, mucho mayor que la anterior, le contesta: "y ¿quién tiene ganas de jaleo? venga, siéntate muchacho, solo quiero largar un rato contigo, sobre la vida y esas cosas". El chico, entre el miedo y la intriga, se sienta de nuevo. Al ver que el chico le hace caso, el hombre inicia su charla, o mejor dicho su monólogo: "Verás, llevo viajando muchas horas y necesito un descanso, como puedes ver ya estoy mayor; en fin, como te decía, necesito un descanso y una buena cerveza, y buena compañía. Son lo mejor para un hombre que solo quiere eso, ¿no crees muchacho?". El chico asiente, mientras ofrece un cigarro al hombre, que se lo coge encantado. Este continua su charla: "Llevo tantas horas metido en mi Renault 19, con ese olor a tabaco y ambientador de pino, que casi había olvidado lo que es el calor humano. De hecho, hace años que dejé de sentir el calor humano, hace años que dejé de sentir nada; no te equivoques muchacho, no estoy muerto ni nada de eso. No soy la chica de la curva (el hombre ríe con una risa bobalicona) me refiero a otro tipo de sentimiento, se podría decir, de una manera simple, que dejé de sentir amor por la gente y empecé a odiar el mundo y sus habitantes; no soy un mal tipo, no te creas, solo cumplo un mandato divino, algo que Dios o vete tú a saber qué o quién, me ha mandado desde vete tú a saber dónde". El chico empieza a sentirse un poco incómodo con la conversación, y se reclina en el asiento, alejándose del hombre y su charla, que continua así: "No es que tuviera una aparición mariana ni nada de eso, solo que un día me levanté sabiendo, ojo sabiendo, que debía acabar con todas y cada una de las almas impuras del mundo, lo cual me llevaría trabajo, porque todas y cada una de las almas del mundo son tan impuras como la ramera más perra que puedas encontrarte en cualquier esquina. En fin, como te iba contando y resumiendo, yo mato gente". Tras oír aquello, el chico se levanta de golpe, con la piel de gallina y blanco como el azúcar de su café, el hombre justo entonces saca un cuchillo y lo clava en la mesa, toda la gente en la cafetería se gira asustada al escuchar el golpe y sale corriendo a toda prisa. 


   Tras la estampida, solo quedan en el recinto el chico, el hombre y la camarera, cada uno en su lugar: el hombre sentado en la mesa con la cerveza en una mano y el cuchillo clavado en la mesa en la otra; el chico que mira asustado al hombre, de pie junto a la mesa, y la camarera, que contempla atónita la escena tras la barra.
  El hombre suelta el cuchillo, que sigue clavado en la mesa, y se levanta, apura la cerveza, y revienta la botella contra la pared, quedándose solo con un cristal afilado en la mano. Mira al chico, mira a la camarera, y se dirige hacia ella. Salta la barra con agilidad, y persigue a la camarera hasta la cocina, donde se ha resguardado cuando el hombre se dirigía a por ella. 
  Mientras, el chico mira fijamente el cuchillo, y calcula las posibilidades: podría huir, que sería lo más sensato, y dejar a la camarera a su merced "se lo merece, por no tener Machiatto", piensa el chico en un arrebato de ironía repentino. O podría coger el cuchillo, salvar a la camarera, y besarla apasionadamente al amanecer como un héroe con los huevos muy gordos. Por desgracia para él y por suerte para el transcurso de esta historia, el chico decide coger el cuchillo, y dirigirse lentamente a la cocina. A cada paso, el chico se pregunta porqué está noche en esta cafetería, lo cual le lleva a preguntarse porqué estaba volviendo a casa de sus padres en un cochambroso autobús, lo cual le hacía cuestionarse porqué su novia le dejó una semana antes, lo cual le lleva a la respuesta a todas esas preguntas: el miedo al compromiso, el miedo a dar el paso definitivo y madurar de una vez, "es hora de pasar de Machiattos, de iPods y de Mumford & Sons. Tal vez sea mi personalidad, pero es una mierda" piensa el chico mientras se acerca a la cocina, "pues es hora de poner los puntos sobre las íes, y hacer lo que debo hacer". 
  Justo en ese momento, y con la autoestima por las nubes, el chico entra de golpe en la cocina, y lo que allí encuentra es un espectáculo dantesco: el hombre tiene el cristal afilado clavado en el cuello y la cabeza metida en la freidora. De la herida no cesa de brotar sangre que mancha su camisa, la hebilla del cinturón en forma de guitarra, los vaqueros y las botas de piel de serpiente; lo siguiente que alcanza a ver, es aún peor que lo anterior, de rodillas, a los pies del hombre está la camarera, o lo que queda de ella. Ahora es una especie de criatura del infierno con la cara desencajada, los ojos vacíos, y una enorme boca repleta de afilados dientes. La criatura ha vaciado el abdomen del hombre, y mientras sus tripas, sus riñones y su hígado cuelgan del cadáver, el monstruo zampa orgulloso a su presa. Asustado, el chico deja caer el cuchillo, y el ruido hace que la criatura se gire y lo vea; el sudor recorre la frente y las mejillas del muchacho hasta llegar al cuello y más allá, la criatura se acerca a él con un andar patizambo, como si hubiese aprendido aquella misma noche, y cuando lo tiene a escasos centímetros, lo olisquea, y una asquerosa lengua atraviesa su cara, dejándole el rostro lleno de un líquido viscoso. Tras esto, la criatura suelta un aullido y sale corriendo. El chico la sigue por toda la cocina, y la ve lanzarse al interior de la nevera. Cuando por fin el joven llega a la nevera y la abre, lo que ve le aterroriza: un oscuro y ardiente mundo paralelo, unos monstruos surcando el cielo sobre dragones de gigantes alas que escupen fuego, cuerpos humanos que se arrastran sin piernas por aquel infierno, mientras otras criaturas, tan desagradables como la "antes conocida" camarera, les escupen o se los comen vivos.
  El muchacho, asustado, cierra de golpe la puerta de la nevera, y se aleja lentamente del electrodoméstico, de espaldas, mientras continúa mirándolo aterrorizado. Cuando se encuentra en la otra punta de la cocina, la puerta de la nevera se abre de repente, surgiendo de ella la camarera. A toda velocidad, se aproxima a él, lo atrapa entre sus garras, y se lo lleva volando, agitando con potencia sus enormes y membranosas, casi transparentes, alas negras, que han surgido de lo alto de su espalda tras un molesto crujir de huesos. Antes de cerrarse la puerta de la nevera, para siempre, solo se escucha el aterrador grito del chico.

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